«¿Está el enemigo?». La imagen de Miguel Gila permanecerá siempre unida a esta frase, con el cómico ataviado con un casco militar y un teléfono en la mano. Sin embargo, Gila sabía muy bien que la otra guerra, la de verdad, no era una cosa de risa. Lo había vivido en carne propia como voluntario republicano en la guerra civil.

No es extraño que aquella dura experiencia le marcara y se convirtiera en una parte fundamental de sus memorias. Aquellos avatares bélicos le llevarían por numerosos puntos de la geografía española. Conocería los frentes de batalla de Sigüenza, Navas de Buitrago, Guadalajara. Y también las vicisitudes de una ciudad mediterránea con la única siderurgia que conservaba la República tras la caída de Bilbao: Sagunt.

Como ocurre en cualquier guerra, Gila llegó hasta allí por puro azar. Porque él lo que quería era ser piloto de combate. Para ello se presentó voluntario a la base de Alcantarilla, desde donde los futuros aviadores partían para ser adiestrados en la Unión Soviética. Sin embargo, Gila nunca fue a la URSS porque un tío suyo lo reclamó como mecánico de aviación.

Pero la vida de mecánico no seducía a aquel joven Gila de apenas 18 años. Un día recibió otra propuesta mucho más excitante, incorporarse en una nueva unidad: la Defensa Especial contra Aeronaves (DECA), encargada de las defensas antiaéreas.

Por entonces, el Port de Sagunt, con sus altos hornos convertidos en fábrica de armamento, era uno de los objetivos prioritarios de la aviación franquista. Para protegerla, un grupo de voluntarios internacionales, en su mayoría checoslovacos, recibieron la orden de reforzar sus defensas antiaéreas de la DECA con la que se conocería como batería Gottwald. Gila sería el encargado de asegurar el abastecimiento diario de aquella estratégica posición de artillera.

Lo haría desde el improvisado cuartel que la DECA tenía en València, ocupando las instalaciones de las Escuelas Pías en la calle Carniceros. Todos los días el futuro cómico se pondría al volante de un camión ruso, para llevar su reparto de alimentos y munición hasta las baterías saguntinas y después proseguir viaje para abastecer otras posiciones situadas en Segorbe.

La amenaza de «Zapatones»

Aparentemente se trataba de un ejercicio rutinario. Pero en una guerra la rutina no suele ser un antídoto contra el peligro, como Gila comprobaría en más de una ocasión. Porque allí el enemigo no tenía la absurda comicidad que adquiriría años más tarde en sus espectáculos. Y eso que su nombre evocaba a algún personaje de humor: Zapatones.

Pero Zapatones no daba risa. Se trataba de un hidroavión alemán, apodado así por los grandes flotadores que le servían para el amerizaje. Y su misión no era otra que tratar de evitar que el camión que Gila conducía hasta Sagunt no llegara a su destino.

Su táctica era siniestra. Como la carretera entre Sagunt y València tenía una larga recta y los camiones circulaban con los faros apagados por la noche para evitar ser detectados, Zapatones volaba casi a ras de suelo con las luces encendidas para aparentar ser otro vehículo, y si en un descuido el camión de transporte encendía sus luces para alertarle de su presencia, el avión descargaba sobre él todo el fuego de sus ametralladoras.

Una noche Zapatones se cruzó en el camino de Gila. Aunque, conocedor de sus prácticas, Miguel no cayó en el engaño, el piloto alemán ya le había detectado y abrió fuego contra su camión. La suerte quiso que él y su ayudante salieran ilesos de la ráfaga de proyectiles que entraron por el parabrisas. Menos suerte tuvo el teniente que viajaba con ellos con las pagas para los soldados de Sagunt. Una de las balas le perforó el pecho.

Pese a aquel incidente, Gila continuaría haciendo su viaje diario a Sagunt. Hasta que la marcha de los acontecimientos le llevaría a nuevos destinos: el frente de Extremadura. Pero esa ya es otra historia.