La salida de pie de banco de la vicepresidenta Teresa Fernández de la Vega anunciando desde un país remoto el recurso de la Fiscalía -"en los próximos días"-contra el auto del TSJ que archivaba la causa sobre Camps ha desatado las iras del PP. El Consell en pleno lanzó fuego por su garganta inflamada de victoria ante la evidencia del sometimiento de un brazo musculoso del Estado: la "vice", quizás en un lapsus freudiano, se atribuyó las funciones de portavoz de la Fiscalía, además de transubstanciarse en un indisimulado holograma de Conde Pumpido, a mayor gloria de la "democracia orgánica" anterior. Esa aparente merma de autonomía del órgano judicial ha cargado de munición extra a la oposición de Madrid y al gobierno de aquí, que mantiene estos días un "casus belli" churrigueresco sobre ese clásico de la democracia: la servidumbre de la Fiscalía ante la voluntad política del mandamás de turno. De la Vega deja malparados a los fiscales, pues los identifica como meros galeotes de la intención política, al albur del arbitrio de cualquier politicastro.

Y, sin embargo, De la Vega tiene disculpa. Hace tiempo que el "caso Camps" abandono el escenario en el que se dilucidaba la ética política o la razón jurídica ?-los regalos y sus posibles consecuencias- para salir a la calle y convertirse en un carnaval insólito de intereses espurios de cuya turbidez dan cuenta las últimas peripecias de la prensa madrileña. Los grandes ideales que han atravesado la humanidad -venía a sostener Berlin, del que ahora se conmemora el centenario- como la libertad, la justicia, la fraternidad o la igualdad preservan su pureza sólo en la teoría. Cuando se funden con la práctica, se sublevan, se diluyen y acaban adulterados, entre perfumes pérfidos. La libertad de expresión ha de ser, hoy, el más impúdico de esos principios totalizadores que enarbolan los padres de la patria. Si hiciéramos caso al relato escuchado estos días, Federico Trillo habría estado presionando a diario al magistrado Montero para decantar su voto a favor de Camps. No se trataba de una suposición o de un indicio, de una especulación o un reflejo maquinal y endogámico, sino de una verdad inapelable, difundida con una continuidad espectral. Así se presentaba. El señor Montero ha sido el único magistrado de la sala contrario a la "absolución" de Camps.

Después de este lance -y trance-, que ejemplifica con pulsión paradigmática como el "caso Camps" se ha transformado en un objeto de rentabilidades perversas, hay que constatar que la "pieza" sigue viva (por ahora) y que entre las fullerías mediáticas madrileñas ganan los señores que abatieron al ministro Bermejo y al laureado pescador de atunes del Cesid.