«Pintó en la celda un escudo perfecto realizado de memoria, con su contorno de la Península Ibérica sobre el que se yergue la mano que porta el "naranjero", el subfusil MP-28 fabricado por la República en Alberic. Debajo de la mano asida a la metralleta, las siglas FRAP y en un círculo a su alrededor, como en las monedas: Frente Revolucionario Antifascista y Patriota...»

Esta escena de la novela «Grupo armado» que ha escrito el valenciano Tomás Pellicer, ex militante de esta organización maoísta que se alzó en armas contra Franco, recupera del olvido un emblema que el paso del tiempo ha borrado de las paredes de las ciudades y pueblos valencianos. Pero no solo los muros han perdido la memoria, también han borrado el puño y el «naranjero» de sus recuerdos muchos de aquellos jóvenes que en la década de los 70 se enorgullecían de ser «chinos», apodo que recibían los militantes de este grupo de extrema izquierda y del Partido Comunista de España Marxista-leninista (PCE-ml) que lo controlaba. Pellicer no se resigna a este olvido ni a pasar a la historia como «terroristas», que es lo que eran para el régimen del «todo atado y bien atado».

«Una verdad ficcionada»

Recuperar la memoria del FRAP es lo que ha movido a este ingeniero valenciano a escribir y autoeditar una novela, «una verdad ficcionada» dice él, sobre uno de los grupos más controvertidos de aquella España que se acostó franquista y se levantó demócrata.

En su libro reconstruye hasta ocho atracos, «expropiaciones económicas» las llamaban, a bancos y supermercados en los que el FRAP se hizo con un botín de más de 40 millones de pesetas, 13 de ellos en el asalto a un banco de la calle Pintor Sorolla de Valencia el 30 de septiembre de 1978.

«Ahora es complicado y difícil contestar si la lucha armada fue un error, pero estábamos delante de una dictadura fascista», explica Pellicer, que relata en su libro los 10 días de palizas salvajes que sufrió en la Dirección General de Seguridad de la Plaza del Sol tras caer en una redada en Madrid. «Lo peor de la tortura no es el dolor, sino que te anulan la voluntad hasta convertirte en un muerto en vida». Sus torturadores estuvieron a punto de aplicarle la «ley de fugas» cuando le dispararon cerca de la cabeza.

Firmó la declaración que le pusieron delante y fue condenado a más de seis años de prisión, de los que cumplió uno. Una joven abogada llamada Cristina Almeida le sacó de la cárcel hasta que en diciembre de 1982 el primer Consejo de Ministros de Felipe González indultó a los últimos del FRAP.