La imagen de la Comunitat Valenciana como paraíso de sol y playa se ha visto alterada en el panorama mediático español con una potente novedad: es también la tierra del chanchullo, el mangoneo y la corrupción. La emergencia nacional del caso Fabra y especialmente la trama Gürtel coronan un mar de fondo repleto de Orihuelas, Díaz Alperis, Torreviejas, Terra Míticas, oscuras visitas del Papa y claros pelotazos made in PAI. A algunos les tienta la idea de vincular la corrupción valenciana —y la tolerancia que los ciudadanos muestran hacia ella— con la cultura de esta tierra: una sociedad con carácter muelle vertebrada por el meninfotisme, con una herencia fenicia tan peligrosamente arrimada a los negocios cuando se trata de política, y una severidad moral no precisamente sueca o finlandesa. Para quienes desconfíen de tópicos, el profesor de Ciencia Política Víctor Lapuente, del Quality of Government Institute de la Universidad de Gotemburgo (Suecia), ofrece respuestas menos metafísicas para detectar el tumor de la corrupción, que en la Comunitat Valencia parece haber acabado en metástasis. Según explica Lapuente en un artículo, «las causas de la corrupción no hay que buscarlas en una mala cultura o en una regulación insuficiente, sino en la politización de las instituciones públicas. Las administraciones más proclives a la corrupción son aquéllas con un mayor número de empleados públicos que deben su cargo a un nombramiento político».

«En una ciudad europea de 100.000 a 500.000 habitantes pueden haber, incluyendo al alcalde, dos o tres personas cuyo sueldo depende de que el partido X gane las elecciones», afirma Víctor Lapuente. En cambio, la Generalitat Valenciana ha nombrado a dedo a 29.023 empleados de su actual plantilla, lo que representa el 23,1% del total y supera ligeramente la media nacional. Es decir: casi uno de cada cuatro empleados de la Generalitat ha sido contratado por libre designación, sin ser funcionario ni personal laboral elegido por una oposición o un proceso selectivo en el que los aspirantes compiten en igualdad de condiciones.

«Esto —añade el profesor Lapuente— genera diversos incentivos perversos para la corrupción. Los empleados públicos con un horizonte laboral limitado por la incertidumbre de las próximas elecciones son más propensos a aceptar o solicitar sobornos a cambio de tratos de favor que los empleados públicos con un contrato estable». De este modo, aparece un objetivo común para demasiada gente: ganar elecciones a toda costa para mantener cargos, sueldos, prebendas, adjudicaciones y tantas tentaciones susceptibles de corromper.

La tentación

La financiación de los partidos políticos es otro foco que alienta a la corrupción. Lo alerta Fernando Jiménez, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Murciaexperto en corrupción. «Llevamos 30 años con escándalos de financiación de los partidos políticos y todavía no hemos solucionado el problema. Y mientras no se arregle de una forma realista la capacidad de los partidos para financiarse, seguirá flotando una nebulosa en torno a ellos que aprovecharán cuatro sinvergüenzas y cuatro recaudadores», explica Jiménez a este periódico.

En este caso, la Comunitat Valenciana no difiere del resto de España. Pero tal vez sí que se halla una particularidad en la respuesta social que suscita la corrupción. Según Carlos Flores, analista político y profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de València, el sistema de partidos políticos valenciano influye en el bajo castigo social que está acompañando, según todas las encuestas, a los sonados casos de corrupción.

«En la Comunitat Valenciana, las alternativas políticas son básicamente dos —recuerda Flores—. Y si el partido que representa a tu ideología se ve implicado en un caso de corrupción, resulta absurdo pensar que sólo por ello vas a cambiar tu ideología. No. El ciudadano lo lamenta, lo critica y se resiente, pero no puede ir más allá porque no hay un recambio ideológico. Mientras que si hubiera varios partidos de una misma tendencia [como en el caso alemán o incluso el catalán], el elector podría cambiar de carril sin tener que cambiar de dirección», explica Flores. Si además la dirección opuesta, en este caso el PSPV de Jorge Alarte, resulta tan poco atractiva como reflejan los sondeos, el castigo electoral a la corrupción se vuelve heroico.

Así pues, una configuración institucional que permite multitud de personal enchufado sin escrúpulos; una financiación de partidos que incita a buscar recursos extra en las cloacas; y una simplificación de opciones políticas que dificulta la crítica y el castigo del electorado. Este triángulo acotaría el pecado original de la corrupción.

En busca de soluciones

El diagnóstico de la enfermedad es sin duda interesante. Pero la clave reside en encontrar el remedio. ¿Cómo extirpar el tumor? Los profesores Flores y Jiménez coinciden en la necesidad de mejorar el sistema de financiación de los partidos y aumentar los controles judiciales y administrativos. Víctor Lapuente propone una solución complementaria. «Se trata de buscar mecanismos institucionales para que se seleccionen empleados públicos cuya continuidad en el cargo dependa de su competencia o mérito y no de su lealtad política», dice. No hace falta que todos sean funcionarios con una plaza en propiedad. De hecho, los dos países menos corruptos del mundo en 2008, Suecia y Nueva Zelanda, eliminaron hace años el estatus funcionarial para la mayoría de sus empleados públicos, que se rigen como cualquier trabajador del sector privado.

A nadie escapa que existen dos grandes obstáculos para materializar esta despolitización de las instituciones: los sindicatos de funcionarios, tan celosos de sus privilegios, y los propios partidos, acostumbrados al poder de enchufar. Se necesitaría, pues, alguien que movilizara esos intereses. Los empresarios o la sociedad civil podrían encabezar este proceso para destruir las redes clientelares, germen de la corrupción según Lapuente. Pero una revolución de este calibre se antoja difícil en la patria del meninfotisme.