Estos días estamos viviendo el sorteo por antonomasia de la Lotería Nacional; es el conocido como Sorteo de Navidad, que se efectúa siempre el 22 de diciembre, y que para la gran mayoría de los ciudadanos supone el día De la Salud, porque a hoy, con la lógica decepción, suele decirse: "Bueno; salud que tengamos".

Pero, desde la redacción de los periódicos, siempre ha sido anecdótico el sistema cómo se lograba disponer cuanto antes de la lista de los premios, para poder ofrecerla a los lectores.

Al oído. Durante muchos años, se ofrecía una primera lista "tomada al oído" -así se advertía por escrito-; es decir, que un amanuense, junto al aparato de radio, iba tomando nota de los números y de los premios. Claro, existía el riesgo de un error auditivo, pero como se advertía, al siguiente día, cuando ya se publicaba la lista oficial llegada por correo, todo quedaba aclarado.

El motorista. Ya en la década de los cincuenta, se adoptó un sistema rudimentario, pero que dio resultado; y es que entre los tres periódicos de Valencia -dos matutinos y uno de tarde- se contrataba a un experto motorista, que viajaba a Madrid, recogía copias de la lista oficial, e iniciaba rápidamente un arriesgado regreso, por aquella carretera que aún recordaba al conde de Guadalhorce y que atravesaba pueblos y las cuestas de Contreras. Pero el documento oficial llegaba a tiempo de ser publicado.

Llegó el teléfoto. El gran descubrimiento se produjo ya en el arranque de la década de los sesenta; quien esto firma era entonces redactor de Levante, y el director, el inolvidable Adolfo Cámara, nos fue mostrando cómo llegaban por vía telefónica las fotografías que antes enviaban las agencias por mensajeros. Y así llegó, por primera vez, la "lista oficial" de la Lotería.

Las tijeras hicieron el fallo. Pero, claro, la forma en que llegaba esa lista no se correspondía con las columnas del periódico, y hubo que recortar para acoplar los números a las páginas. Y, ¡ay!, las tijeras hicieron el fallo, y se perdieron unos pocos números, que fueron a la papelera. Y los afortunados que no encontraron allí su premio, pero se enteraron que habían sido agraciados, efectuaron su protesta y reclamación. Y el periódico reconoció su responsabilidad, y dijo que les abonaría lo perdido.

Naturalmente; para evitar que algún avispado quisiera cobrar lo que no le correspondía, no se publicó el error hasta que terminó el plazo de reclamaciones; y a los perjudicados se les pagó su premio, y aquí paz y allá gloria. Pero la anécdota quedó, para ser recordada ahora, medio siglo después.