En el mundo existen pocas ciudades que, surgidas de la nada, se hayan inventado a sí mismas, forjándose una identidad en apenas unas décadas. En 1956, Brasil ideó una capital en plena selva, Brasilia. Aquel mismo año, en pleno franquismo, Benidorm comenzó a alimentar su propia quimera: «convertirse en un laboratorio donde poner en práctica todo lo que parecía un sueño y que hasta entonces había estado prohibido, desde el uso del biquini hasta levantar el modelo de ciudad de Le Corbusier», según declaró hace unos años el redactor del PGOU de la ciudad, Juan José Chiner. Como otras poblaciones mediterráneas, Benidorm optó por reconvertir sus viejos huertos en terreno urbanizable pero, a diferencia de las demás, lo hizo implantando un modelo único: la ciudad crecería en el aire, buscando el cielo.

Si desde entonces Benidorm no ha cesado de construir rascacielos (hasta alcanzar los 330, la segunda ciudad con más torres del mundo sólo superada por Nueva York y la primera en relación a habitantes según el Canal Historia) no fue tanto porque, como comentaba Chiner, soñara con convertirse en Las Vegas del Mediterráneo, sino por necesidad: al contar con un término municipal de escasas dimensiones, necesitaba desarrollarse en vertical porque sólo así obtendría espacio para que los nuevos complejos residenciales dispusieran de piscinas y de jardines. Así que desterraron el anticuado «edificio-tranvía» (horizontal y de poca altura) y empezaron a sumar alturas para que los nuevos inmuebles fueran rentables y atrajeran turistas. Y lo lograron.

Con un plantamiento urbanístico impulsado por el Ayuntamiento que jamás puso límites a las diferentes atalayas de hormigón diseñadas por empresas privadas, el sueño de la década de los cincuenta se cumplió: las familias de aquel pueblo que hasta entonces enviaban a sus hijos al mar (pescadores, marinos mercantes) hicieron dinero, mucho dinero; la ciudad se convirtió en la capital turística española (representa el 4% de la producción del sector en España); y, por si fuera poco, logró la máxima de sus ambiciones: obtuvo un perfil único, reconocible en todo el mundo, como Nueva York o Las Vegas (o Chicago, San Francisco o Tokio). Otro emporio planetario de los rascacielos: el famoso «sky-line» de Benidorm, que puede competir con cualquier otro del mundo. De hecho, el hotel Bali nació en 2002 como el más alto de Europa, con sus 188 metros. Pero pronto será superado: el In Tempo, aún en construcción, será la torre residencial más gigantesca del viejo continente, elevándose 200 metros sobre la tierra.

La arquitectura de Benidorm es compacta porque es vertical (prácticamente sólo vertical) pero es también heterogénea: cada coloso obedece a una moda arquitectónica concreta y diseña sus estructuras, hormigones, pantallas de cristal, muros, luces de neón y elevadores de forma diferente. En otras palabras, que cada rascacielos tiene su propia historia. Y quizás merece la pena contar cada una de ellas. Así que en una población que utiliza hasta el último de sus recursos para la promoción turística, el Ayuntamiento ha abogado ahora por difundir el «turismo de rascacielos»: ofrecerá rutas por las entrañas de cada uno de esos gigantes, en una iniciativa única en España. Para este propósito, ha diseñado ya una guía que recoge las 70 torres más importantes y difunde datos espectaculares: siete de esas torres superan los 120 metros de altura y otras viente, los cien.

Del 11-M a los «Huevos de Oro» de Javier Bardem

Cada rascacielos de Benidorm tiene una memoria guardada en su mente de hormigón y cuenta un relato que a veces se convierte en mito. In Tempo (el más alto de la ciudad cuando esté acabado) está diseñado con dos unos enfrentados que parecen erigirse como un oficioso homenaje a las víctimas del atentado 11-M de Madrid. El futuro coloso tiene otra particularidad: será la primera torre residencial de Benidorm sin terrazas y su exterior será recubierto por una pantalla de cristales dorados. Es la última apuesta de una ciudad que siempre entendió la arquitectura como ejemplo de riesgo y de atrevimiento.

El Bali, que pronto perderá su condición de principal coloso, cuenta hasta con un pasado cinematográfico: en la película «Huevos de Oro» lo construía Javier Bardem. El carácter derrochador y hasta un tanto hortera de su personaje no casa demasiado bien con el verdadero empresario de la ciudad, a quien la comparación no le hace gracia. Ya en la vida real, el Bali es sobre todo sinónimo de seguridad: una sala robótica en la central vigila desde la temperatura de agua hasta la refrigeración. Está blindado contra el fuego y los terremotos. Y dicen que puede durar siglos.

Hay más historias. En Benidorm aún recuerdan la expectación con la que se siguió la construcción de la Torre Lugano (el tercero en discordia: 158 metros). Y el cuarto, la Torre Neguri Gane (145 metros finalizados en 2002), homenajea con su nombre al turista vasco y con su estética al madrileño, ya que sus balcones circulares evocan a las Torres Blancas de Saenz de Olza.