Paco Cerdà

valencia

Cuando alguien logra escapar de un país ajeno subyugado por un dictador paranoico y deja atrás una ciudad fantasmal en plena revuelta violenta entre mercenarios, soldados fieles al régimen y rebeldes belicosos, es normal que llore. De alegría, de alivio o por la tensión acumulada. Pero las lágrimas que humedecen los ojos y resbalan por las mejillas de Inmaculada Martí (malagueña criada en Xàtiva) e Inmaculada Moya (de Bétera), monjas misioneras de las Hijas de la Caridad, proceden de un manantial amargo. Ayer a mediodía llegaron a Valencia tras escapar precipitadamente de Trípoli en el avión fletado el miércoles por Repsol para evacuar al personal de la petrolera. Lo decidieron a última hora del martes, después de haberse pasado el día visitando en Trípoli a la congoleña Ani y sus siete hijos, a la eritrea Letebriel y sus cuatro mochuelos, y a la también eritrea Askalu y su bebé. Les llevaban -como siempre- comida, algo de dinero y pañales.

Ésa es su misión en Libia: ayudar a los inmigrantes africanos que se agolpan en este país magrebí con el sueño de alcanzar Europa. Cada viernes, desde la Iglesia Católica de San Francesco de Trípoli, las hermanas atienden a unos 120 subsaharianos. Les reparten bolsas de comida y les ayudan en las gestiones hospitalarias o burocráticas con la embajada. También visitan siete cárceles de Trípoli y sus aledaños para echar una mano a los presos, y hacen posible que 71 niños extranjeros puedan estudiar en escuelas privadas de Trípoli, ya que la educación pública no los admite. Ahora, todo eso, que es su vida (Moya lleva casi 11 años en Libia, y Martí suma un año y medio intenso), queda a 1.400 kilómetros de sus manos. Y por eso no pueden contener las lágrimas.

"Esto -explica la hermana Martí- es como un duelo, porque hemos dejado en Trípoli a mucha gente que no nos tiene más que a nosotras". "Nos ha costado decidir si volvíamos o no -añade Inmaculada Moya- y ahora estamos sufriendo mucho por la gente que hemos dejado allí. Por ejemplo, rezamos por que no echen a los niños que hemos dejado en las casas, y estamos pensando en los presos que han soltado de las cárceles para usarlos como mercenarios", cuenta con preocupación.

Coches incendiados

Ellas han conseguido mantenerse al margen de las situaciones más peligrosas. Desde que empezaron las manifestaciones a mitad de la semana pasada, han procurado acatar las órdenes de la embajada española en Trípoli y han salido lo menos posible de su casa, situado en el humilde barrio del Bedri, a unos 8 kilómetros del centro de la capital libia. Ahora bien: el lunes, un chófer se negó a recoger a una monja filipina de su misma congregación en el hospital donde prestaba ayuda y las dos Inmaculadas tuvieron que coger el coche y marcharse a por su compañera. "Entonces fue cuando vimos los coches destrozados, los contenedores quemados, los letreros de los comercios en el suelo, los carteles del Jefe habían desaparecidoÉ Y eso no ocurre nunca en Trípoli".

Excepto en un par de ocasiones en toda la conversación, ninguna de las dos religiosas valencianas pronuncia el nombre de Muamar el Gadafi. Se refieren al dictador libio como "Él", sobre todo, o como "el Jefe". El hecho se le hace notar a Inmaculada Moya, que responde que en Libia, como medida de seguridad, ellas nunca pronuncian el nombre de Gadafi. "Para no crearnos problemas, cuando hablamos entre nosotras o por teléfono, siempre nos referimos a él como 'Manolo'". Risas aparte, es un buen termómetro del clima político de un país que lucha por seguir la estela de Túnez y Marruecos.

Inmaculada Moya lo cuenta mientras su hermana Inmaculada Martí saca el ordenador portátil de las maletas -aún no deshechas- para mostrar unas fotos de Libia tomadas recientemente. Habla como si nada (bueno, con orgullo) de una mujer que posa con un hijo fruto de una violación, o de chicas que viven en la pobreza cargados de niños y sin marido. Así se han acostumbrado a vivir.

Ahora sólo piden dos cosas. Primero, que la revuelta sea lo menos cruenta posible. Y segundo, que acabe pronto. "En cuanto veamos que la situación se arregla, volveremos a Trípoli", sostiene una de las dos mientras la otra asiente. Ya está más que hablado. De hecho, sólo hace falta mirarles el reloj de pulsera, que aún marca la hora libia.

Sin valor para despedirse

Pero no sólo es el reloj. A ambas les queda la espina de no haberse despedido de su gente. "Sabemos que mucho más no podemos hacer por ellos, porque tal como se estaban poniendo las cosas, nosotras estaríamos encerradas en nuestra casa y ellos en la suya. La sensatez te hace pensar que es mejor marcharse y volver a ayudar cuando mejore la situación. Y seguro que ellos lo comprenderían. Pero no nos pudimos despedir. Porque tener que decirles 'nos vamos, nosotras que podemos'É pues no. Porque ahí se mezcla el sentimiento de culpabilidad: ellos se han quedado allí y nosotros nos hemos marchado", masculla Inmaculada Martí.

Mientras las dos religiosas valencianas -que han arriesgado y seguirán arriesgando su vida en Libia- hablan casi con vergüenza de ese sentimiento de culpabilidad, y su hermana Juana, de Mallorca, está en el piso de arriba llorando y sin fuerzas para hablar con el periodista, Europa seguía ayer preocupada por la posible avalancha de inmigrantes libios y los efectos sobre el precio del barril de Brent.