«Abrieron las puertas desde dentro del cuartel y la multitud se abalanzó a trompazos hacia el interior, como si fuera a una fiesta». Así revive Isidro Guardia (Valencia, 1921) la mañana del domingo 2 de agosto de 1936 en la que miles de milicianos y gentes de toda clase, apoyados por guardias civiles y de asalto leales a la República, ocuparon el cuartel de Caballería Lusitania 8, en la Alameda. La última esperanza de los militares sublevados en el Cap i casal el 18 de julio caía tras varias horas de tiroteos que habían comenzado a las 10 de la noche del día anterior. Poco antes, esta misma marea humana había asaltado el vecino regimiento de Infantería Guadalajara 10.

«La gente iba en busca de armas, pero cuando éstas se acabaron arrambló con todo», apunta Isidro, que entonces no era más que un chaval de 15 años recién cumplidos. «Muebles, colchones, camas, utensilios de cocina... Allí no quedó nada». «Yo salí con las manos vacías... Tal vez habría cogido un arma, pero cuando pude entrar al cuartel ya no quedaba ningún fusil», asegura.

Euforia, cánticos y olor a rancho

El veterano militante anarquista cuenta que de aquel instante de la historia se le han quedado grabadas dos cosas: «Los olores de la comida del rancho que inundaban el patio del cuartel», y «la euforia» de los asaltantes. «Allí nos juntamos todos los partidos y sindicatos del Frente Popular y cada uno cantaba lo suyo» narra justo antes de comenzar a entonar el «¡A las barricadas! ¡A las barricadas!... por el triunfo de la Confederación...»

Isidro participó en la toma del Lusitania 8 pese a la prohibición de que se acercara a los cuarteles que le hizo Melecio Alvárez, el máximo dirigente de la Confederal del ramo gastronómico en la que militaba. Fusilado en Paterna el 24 de octubre de 1940 con 43 años, Alvárez representaba en el Comité Ejecutivo Popular (CEP) de Valencia a la Federación Anarquista Ibérica (FAI), la escisión valenciana de de la CNT que aglutinaba a los más revolucionarios del sindicato anarquista.

El dirigente sindical había tomado bajo su protección a Guardia desde que con 10 años, el entonces botones de la cervecería París, comenzó a simpatizar con la causa libertaria. «Yo vivía al lado de la plaza Pellicers, donde estaba la sede del Comité Regional de la CNT, y Melecio me hacía servir de enlace entre el CEP y el sindicato», detalla.

En uno de estos cometidos, Isidro recuerda que Alvárez le mandó llamar al Ayuntamiento de Valencia. «Cuando llegué allí me dijeron que me esperara, que el CEP estaba reunido en el primer piso, y me hicieron pasar al Salón de Cristal». Poco después apareció Melecio y me dio una carta para que la llevase al Comité Regional. «‘Léela por si la pierdes’, me dijo». Era la orden de asaltar los cuarteles de la Alameda a las 10 de la noche del 1 de agosto y «en ella se decía que había que ocuparlos, con el fin de conseguir armas para las milicias populares», continúa.

Cuando llegó la «Hora H», Guardia estaba allí, parapetado en las escaleras de piedra del Pont de la Mar. «Había gente por todas partes, muchos milicianos iban armados, pero la mayoría , como yo, no llevábamos armas». -Dice que el cuartel estaba defendido «por dos ametralladoras, y por militares sublevados apostados en las ventanas y el tejado».

Al menos siete muertos

En los tiroteos que se desencadenaron ante el cuartel de Caballería, según la prensa de la época, murieron dos oficiales rebeldes, el capitán Miguel Suárez Vigil y el teniente Eduardo Arnedo, y un miliciano del Partido Obrero Unificado Marxista (POUM) de 24 años, José Suárez. El historiador Vicent Gabarda, en su libro «La represión en la Retaguardia republicana», suma dos muertes más entre los sublevados del Lusitania 8, el comandante Juan de la Rubia y el teniente Francisco Varés. El diario ABC informó «de dos bajas y algunos heridos entre ambos bandos» en el asalto al Guadalajara 10.

El Mercantil Valenciano narró que el miliciano del POUM era «un experto armero» de la Fábrica de Trubia, que había luchado en la revolución de Asturias de 1934. «Vino a Valencia para combatir el fascismo y halló la muerte peleando como un bravo por el ideal», añade. Sin embargo, Guardia señala que aquella muerte no tuvo nada de heroica: «Le ordenaron que apagara un farol, y en lugar de hacerlo a pedradas o de un tiro, se subió a la farola, ¡el muy burro!» Un tiro desde el cuartel acabó con aquel blanco fácil.