La lenta constatación de un desengaño: con estas palabras podemos entender mejor la naturaleza de la crisis que se inició en 2008. Como en una enfermedad degenerativa, el sistema se ha ido colapsando por partes: de las subprimes a la deuda soberana, los embates sucesivos han ensanchado el núcleo del problema, intensificando sus rasgos estructurales. En realidad, no hay nada nuevo bajo el sol. Las crisis económicas se suceden en el tiempo, como también se repiten las épocas de crecimiento o las burbujas financieras. El endeudamiento masivo genera riesgos sistémicos —según demuestran Rogoff y Reinhart en su fundamental Esta vez es distinto—, mientras que la acumulación de ahorro impulsa la inversión y facilita el desarrollo. El diagnóstico parece sencillo, pero cuando estamos inmersos en la tensión de la historia nada es tan fácil. Las prioridades a largo plazo de una sociedad no coinciden necesariamente con sus intereses inmediatos. ¿Por qué sacrificarse, pues, por un mañana que quizás nunca llegue, cuando apremia el presente? Lo peor es que los diques se resienten y caemos en la ficción de la comodidad. Para un político es preferible no encarar los problemas porque así evita el malestar de su electorado. Los bancos o las multinacionales subsisten sometidos al imperativo de los resultados trimestrales y al diktat de las bolsas. La tergiversación de los valores es evidente: gastamos a diario parte de nuestro futuro, partiendo de la seguridad de que el progreso es indefinido. Y, en efecto, quizás lo sea. Pero la historia se mueve serpenteando. Y los intereses no siempre casan bien; tampoco nuestros deseos.

Cuando la quiebra de Lehman Brothers craqueó las finanzas mundiales, muchos pensamos en la caída de los gigantes, pero también en la condición coyuntural —cíclica— de la crisis. Los economistas se movían entre la alternativa V y la W; a saber: entre la recuperación rápida del bombeo capitalista o la expectoración de la deuda en zigzag, para terminar con un impulso ascendente. Es lógico que pensáramos así, porque la mayoría de nosotros no hemos vivido en otro contexto: ¿Acaso no subía siempre el precio de la vivienda? ¿No era la Bolsa la mejor inversión a largo plazo? ¿La calidad de vida no mejoraba generación tras generación? En plena celebración, la única disonancia venía de los apocalípticos y sus voceros demagógicos, ya saben, la sal de todos los guisos. Lo cierto es que durante unos días estuvimos cerca del abismo, pero el estallido final no era muy plausible. Ni razonable, diría yo. Ahora quizás sea distinto, porque todavía no se ha disipado la posibilidad de quiebra de algún país sistémico, a la vez que la recesión se instala en el corazón de Europa. Pasados cuatro años, se habla ya abiertamente de la «japonización» de España, esto es, de una atonía general prolongada, quizás de lustros, árida y paralizante, que perpetuaría la fractura social y las altas tasas de paro.

Es probable que así sea. Desendeudarnos —como pretende Europa— en un contexto recesivo no parece una idea muy afortunada. Diríamos que sólo con austeridad no se crece, ni siquiera empleando las mejores intenciones. Luego, los shocks que afectan a España — y al continente— son múltiples y se refuerzan entre sí: la demografía dificulta el equilibrio presupuestario, al tiempo que pone en riesgo el Estado de bienestar; la globalización debilita los derechos laborales y el déficit innovador delata una sociedad en muchos aspectos letárgica y burocratizada. En última instancia, España se enfrenta a la demolición de sus principales fuentes de riqueza —la construcción, el sector financiero o la industria subvencionada — y, por ahora, no aparecen en el horizonte nuevos motores de crecimiento. Sin reformas estructurales, la recesión se prolongará y sin un fuerte impulso monetario — al final, más gasto y más crédito— la crisis adquirirá, cada vez, tonos más dramáticos. Lo primero depende de nosotros. En cuanto a lo segundo, deberemos esperar las decisiones de la doctora Merkel.