A las nueve de la mañana la espesa sombra que dibuja la torre de Sant Joanet todavía castiga las húmedas y oscuras callejuelas del pueblo. A esa hora Joe Lluch abre su tienda de comestibles bajo la distinguida mirada de la robusta mole de sillería. Vende un poco de todo, especialmente frutas y verduras, pero lo mejor de Joe no está a la venta, porque el alma no se vende. El alma en todo caso se entrega a una buena causa. Y donde Joe ha decidido poner toda su alma es en su mayor tesoro: una extraordinaria colección de insectos que alberga tan sólo unos metros más arriba de su comercio.

En el lecho del río Gorgo de La Escalera, Joe salta como un salmón entre las rocas del torrente de agua cristalina. «Hoy no será fácil encontrar aquí bichos», pronostica. Son las cuatro y media de la tarde y llueve ligeramente en el fondo del gran cañón de Anna. Refresca. Estamos a unos 12º grados. Sin embargo, Joe no se rinde. Busca bajo de las piedras y en los remansos de la corriente. Aunque de momento no hay suerte. «Los insectos se esconden cuando la climatología es adversa», reconoce. Es imposible obviar la belleza brutal del paraje, el húmedo olor a romero y tomillo, el verde turquesa de la poza embalsada y el eco del agua que rebota en las verticales paredes tapizadas de matorrales y zarzas de este descomunal barranco.

Nos volvemos con las manos vacías. Pero no importa. La colección de insectos de Joe podrá soportarlo. Lleva casi 20 años recogiendo «individuos», como a él le gusta llamarlos, y a estas alturas ya cuenta con más de 500 especies diferentes y cerca de 2.000 ejemplares, algunos todavía sin clasificar. «No tengo tiempo para más», confiesa el cazador de instectos mientras pasamos a su santuario.

La habitación donde guarda sus tesoros desprende un fuerte olor a naftalina. En sus cajas-vitrina contemplamos colocados en perfecto y riguroso orden marcial llamativos ejemplares de lepidócteros (mariposas nocturnas y diurnas), imenópteros (abejas y avispas), dípteros (moscas), odonates (libélulas), ortópteros (saltamontes), y sobretodo, coleópteros (escarabajos), que es la especie más variada de la naturaleza. Tampoco podían faltar miriápodos (cienpiés) y arácnidos (arañas y escorpiones), que «son parientes cercanos pero no son insectos, aunque la mayoría de gente los confunde», según aclara Joe.

Cuando llegamos a una especie de escarabajo o saltamontes, Joe se detiene durante un breve momento. Retira el cristal del expositor, lo señala y lo extrae fuera de la caja. Se trata de un grillo topo. Su nombre científico es Gryllo Talpa, Gryllo Talpa, vulgarmente conocido como «Cadell». En realidad es el culpable de la existencia de su actual colección. Joe lo cazó mientras trabajaba en la reforma de un chalet en Canals. La prueba es que al cogerlo no pudo evitar mancharlo. Y así se quedó, para siempre, vestido de cemento. «Es un ejemplar raro. Lo vi pasar y fui a por él», recuerda.

En sus buenos tiempos el «Cadell» llegó a considerarse una plaga. «Pero hoy día es muy difícil encontrarlos. La desaparición del cultivo de huerta y los plagicidas le han hecho mucho daño», lamenta. Mientras lo vuelve a clavar en el corcho, Joe se queda mirándolo unos instantes. No hace falta que lo diga, pero al observar sus ojos éstos delatan la profunda admiración que siente por unos animalillos que suelen repugnar a la mayoría de humanos. «Lo que hace este insecto es extraordinario. Es capaz de volar y excavar bajo tierra. Yo lo he visto en pleno vuelo y impresiona», explica emocionado.

Una afición temprana

El interé de Joe por los insectos es tan antiguo como su recuerdo. «Mi obsesión de pequeño era poder verlos de cerca, y pronto me di cuenta de que para eso tenia que cogerlos primero y después disecarlos», admite resignado. Y su recuerdo es tan bueno como su destreza para manejar el caza-mariposas. Un día, cuando tenía 7 u 8 años, deambulaba por el colegio y se acercó a un armario. Lo abrió y, rebuscando entre el material escolar que albergaba, descubrió un libro con un título que reflejaba, cual reluciente espejo, su más íntimo pensamiento: «Cómo coleccionar insectos». Hoy todavía lo conserva como si estuviera nuevo. La primera frase del texto que leyó rezaba: «Natura maxime miranda in minimis» (La naturaleza se admira más en las cosas pequeñas).

Sin este principio, su trabajo no tendría ningún sentido a día de hoy. No podría entenderse de ninguna manera que una persona que estima tanto la vida animal acabara sumergiendo en éter acético —un potente anestésico— justo al grupo de seres vivos que representa mas del 90% de la biodiversidad del planeta. Pero el sentido es el conocimiento, y en la entomología o ciencia de los insectos no hay conocimiento sin visión.

Por ello, el trabajo del entomólogo requiere ante todo método, seguridad y precisión, especialmente en el uso del material de disección: lupa, pinzas, agujas y palillos entomológicos, tijeras, y extendedores; todo, absolutamente todo está pensado para recrear un instante de la vida real en el que se ha obrado el milagro de detener el movimiento. «Necesitamos que parezca que el insecto está vivo para poder aprender de él», reconoce.

Apprehendere, significa, literalmente, apoderarse de alguna cosa. Y esto es lo que hace Joe: apprehender, apresar algo físico como un cuerpo para conseguir llegar a otro sitio. Puede que no sea el alma pero quizá es algo muy parecido: tal vez, esa energía interior que los insectos desprenden y que le fascina desde que tan sólo era un niño.