Es su vertiente política, muy por encima de la judicial, la que destacan quienes dentro del ámbito de la Comunitat Valenciana han tenido trato con el desde ayer presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) bien como juez decano de Valencia (1998-2003) o como responsable de Justicia de la Generalitat en la era Camps durante cinco años (2003-2008), primero como secretario autonómico y después como conseller.

Apartado por estos menesteres de la carrera judicial desde hace casi quince años, es precisamente al exjefe del Consell, con quien ahora no tiene relación alguna, al que debe en gran medida el lugar en que se encuentra. Porque fue Camps, (al que De Rosa, por otra de esas carambolas del destino que tanto peso ha tenido después en su trayectoria personal/profesional, entregó su carné de afiliado al PP allá por el 90, algo que al magistrado no le gusta en exceso que se recuerde) quien batalló con sus superiores no sólo para que estuviera en el CGPJ sino para que ocupara la vicepresidencia, de donde ahora ha saltado a la cabeza del órgano de gobierno de los jueces.

Cierto es que el expresidente de la Generalitat, embarrado en esos momentos hasta el cuello en el asunto de los trajes, no daba puntada sin hilo y acariciaba la posibilidad de que, desde la atalaya de la sede de Marqués de la Ensenada, su pupilo pudiera evitarle el trago de sentarse en el banquillo sin percatarse de la verdad irrefutable que encierra aquello de que lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible.

Pero De Rosa lo intentó. Vaya si lo intentó aunque Camps siga pensando que le traicionó. De aquellos envites queda, que se sepa, los ataques al juez Garzón por sus investigaciones del Gürtel y alguna que otra desafortunada visita al Palau cuando su entonces amigo Paco vivía uno de sus momentos más bajos, amén del encono contra el fiscal superior del Tribunal Superior de la Comunitat, Ricard Cabedo, sobre cuya imparcialidad sembró un mar de dudas.

Pero la habilidad de este político/magistrado para estar donde hay que estar o apartarse cuando lo inteligente es hacerlo (algo que le reconocen incluso sus detractores) no sólo le hizo abandonar el barco de los amiguitos del alma cuando ya era evidente que iba a la deriva, sino mantener desde entonces un perfil bajo en busca, afirman quienes le conocen, de que sus salidas de tono de antaño pasaran a mejor vida.

Tanto es así que sus propios colegas de la magistratura le reprochan la «escasa capacidad de mando» que ha demostrado como segundo del Poder Judicial: «Su antecesor, Fernando Salinas, asumió muchas más responsabilidades que él y, pese a haber sido nombrado a propuesta del PP, es otro vocal, Manuel Almenar, quien dentro del Consejo enarbola la bandera de los conservadores», apuntan a modo de ejemplo. Y se quejan también de que como consecuencia de esta pusilanimidad «ni se haya impuesto el poder valenciano judicial ni se pueda presumir que, desde la presidencia del CGPJ, vaya a hacer algo para recuperar la credibilidad perdida de esta institución, por mucho que hable de empezar una nueva etapa y de una transparencia que no se entiende que invoque ahora cuando él ha sido el número dos de Dívar mientras se cocía todo el asunto de los viajes», añaden.

Aún así, y pese a todas las prevenciones, no faltan quienes del ascenso de Fernando De Rosa valoran, aún dentro de la interinidad, el hecho de que al menos haya un valenciano al frente de uno de los tres poderes del Estado después de que Rajoy castigara sin ningún alto cargo de la tierra los malos tragos que le había hecho pasar el tufo a corrupción que emana de esta Comunidad. «Si lo sabe emplear, no nos viene mal que un valenciano esté al frente del Consejo», señala alguien con quien De Rosa tuvo en su momento cierta sintonía, hoy ya historia, pero adscrito a las filas de los que, en principio, no le ven mucho recorrido en el cargo que ayer estrenó este magistrado, quien asegura que su futuro pasa por volver a ejercer como juez en la Audiencia de Valencia aunque desde fuera dé la impresión de que lo dice con la boca pequeña.