Mario extiende la mano y se presenta a bocajarro: «Hola, nosotros somos los malos y no tenemos sensibilidad.» El sarcasmo lo redondea su compañera Sonia, tras los besos de rigor, con una disculpa no solicitada: «Es que nosotros sólo somos unos mandados encorsetados al mandamiento judicial, el último eslabón de la cadena. Y aunque no nos guste, hemos de hacer cumplir la ley que nos marca un juez.» Ambos forman una de las dos comisiones judiciales de Valencia dedica­das a ejecutar los llamados lanzamientos por ejecución hipotecaria o por desahucio. Es decir: ellos son los que, físicamente, echan a la gente de su casa cuando no pagan la hipoteca y el banco ha recuperado la vivienda. También se encargan de ponerte de patitas en la calle si adeudas varios meses de alquiler y el juez ha estimado oportuno el desalojo del piso tras la reclamación del propietario.

Ésa es la descripción fría del trabajo de Mario y Sonia. La cara buro­crática y descarnada de un oficio sobre el que pesa un fuerte estigma social. Como si ellos fueran los verdugos últimos del drama de los desahu­cios. Pero no es precisamente ese retrato el que se lee en los ojos de Mario, unos ojos que hace poco contem­plaron una escena terrible: «Entramos en la casa de un señor mayor. Le habíamos dado muchos plazos para abandonar la casa. El lanzamiento era ya inevitable. Él pidió ir a su habitación para recoger la ropa. Le de­jé intimidad. Y cuando, al cabo de ca­si una hora, intenté entrar en su habitación para darle prisa, ¡bum! El señor se había dado un tiro con una escopeta». Logró sobrevivir gracias a los llamados verdugos —paradojas de la vida—, que le taparon la herida y lo pusieron boca abajo siguiendo las instrucciones telefónicas del SAMU. «A los dos meses volvimos para ejecutar el lanzamiento y se disculpó. Pero eso se queda aquí —dice Mario señalándose l a frente—, no se olvida nunca.»

Tampoco se le olvida a Sonia el día en que se encaramó a la terraza de un séptimo piso para disuadir del suicidio a un hombre que iba a saltar. «Le cogí de la mano, le dije que cómo iba a saltar con lo guapa que era su hija. Me hizo caso y no se tiró. El abogado nos exigía que ejecutáramos el lanzamiento, que lo echáramos del piso en ese momen­to. Sí, él tenía el mandamiento del juez y tenía derecho a ello. Sin embargo, a pesar de las amenazas de denuncia del abogado, nos negamos a echarlo y lo suspendimos para más adelante». El día antes del desahucio definitivo le comunicaron que el hombre se había suicida­do. «Me dio un ataque de ansiedad y estuve una semana sin dormir. En la terraza del piso vi la silla desde la que se había lanzado… Todavía me acuerdo de sus ojos, yo hablando con él, su cazadora de piel marrón». Es imposible verlos sufrir de este modo y creer en serio que Mario y Sonia son los verdugos sin al­ma que algunos quieren dibujar. Uno los ve, más bien, como unas víctimas más de un sistema cruel e irracional.

Pero las anécdotas y las reflexiones hay que dejarlas para luego. Ahora hay tajo: una jornada laboral con seis lan­zamientos programados en Valencia a la que el periodista ha sido invitado como testigo. Los protagonistas son los de cada mañana: la cuadrilla del desahucio que integran los miembros de la comisión judicial So­nia y Mario (gestor procesal y auxiliar judicial, respectivamente), la agente de policía local María, que los protege, y el taxista Pepelu, que los acompaña cada mañana en esta amarga ruta de la crisis.

1. La carrera. La primera parada está en la calle Benassal. Es un quinto sin ascensor, en una finca humilde, que ya pertenece a la CAM. La comisión judicial ya ha venido aquí en seis ocasiones a notificar el inminente lanzamiento por ejecución hipotecaria. Nunca lo han conseguido. «Hay gente que no abre. A veces, al romper la cerradura, hemos visto gente escondida debajo de la cama o niños dentro de los armarios. Lo entiendo perfectamente. Somos personas y nos podría pasar a nosotros también», admite Sonia.

Nadie abre la puerta. El cerrajero, un miembro indispensable añadido a la cuadrilla, fuerza la vivienda y la abre. Dentro reina el desorden, hay fotos de niños, insulina en la nevera y una televisión de plasma de tamaño considerable en el salón. El cerrojo se cambia y, a partir de este momento, los ocupantes disponen de un mes para abandonar el piso.

Lo normal es que se enteren al ver el cartel que se ha fijado en la puerta y que les informa de que han de pasar por el juzgado para recoger las nuevas llaves. Pero, como si se tratara de una película, mientras el taxi está abandonando la escena del desahucio un chico sale corriendo de forma desesperada. El taxi frena. Es David, el hijo de la casa, que con resignación recoge las nuevas llaves de mano de la comisión judicial y se marcha. Ninguna batalla, ninguna protesta. Resignación absoluta, normalidad surrealista. Y eso es lo que más impacta.

2. La prórroga. El segundo servicio se antoja más problemático. El taxi se detiene en el Cabanyal, en la calle del Rosario. Aquí ya toca desahuciar. El 20 de septiembre se les dio la última notificación para que abandonaran el piso en 30 días. Pe­ro han pasado 41 y la familia, española, todavía sigue aquí.

Abre la mujer y enseguida se po­ne a rogar: «Por favor, déjennos só­lo hasta el lunes. Ya lo tenemos casi todo en cajas, pero es que hasta el viernes no nos dan las llaves para entrar en otro piso». Sonia y Mario se muestran favorables. Pero la última palabra la tiene la representante del banco, allí presente. Legalmente, ahora mismo podría echarlos a la calle. Ella va con chanclas y calcetines. Él no para de manosear un destornillador y un cachivache, nervioso, sin levantar la mirada. Parece avergonzado. Tras una llamada telefónica, el banco acepta a cambio de que se vayan antes del lunes. Ni un día más. Es el día de Halloween, el del «truco o trato» de los niños a las puertas de las casas, y a uno no se le ocurre trato más terrorífico que éste a la puerta de una vivienda. Y sin embargo, la mujer no para de dar las gracias. El hombre tose, su esposa dice que está resfriado. Ambos hablan del frío con los ejecutores del desahucio. Apariencia de normalidad dentro de una situación límite.

Mientras la comisión judicial abandona el lugar, Sonia subraya un detalle de lo sucedido: «Si hay resquicio, les dejamos seguir en la vivienda. Pero si el acreedor no lo permite y tiene mandamiento judicial, no tenemos margen». Incluso así perdonan vidas. Cuenta Mario que ha suspendido lanzamientos «por humanidad». «Un día estaba diluviando y había que echar a la calle a una mujer con tres niños. El mandamiento judicial era claro, pe­ro yo no lo hice. Entre otras cosas —masculla—, porque tengo una hija de seis años».

3. La huida. El taxi llega a la zona de Barona. Casi todos los días vienen por aquí y en el barrio ya les conocen. Los vecinos no les miran bien y tienen que lidiar con ello. El cerrajero abre un piso de la calle Agustín Lara, ese piso que un día representó el sueño de Antonio Eduardo y Mariana Gertrudis, una pareja de sudamericanos que dejaron de pagar la hipoteca en 2009. La ejecución hipotecaria se dictó en 2010. Hoy, dos años después, han de dejar esta vivienda que pertenece al banco Barclays. «El desahucio no es tan automático como se hace creer», apunta Sonia.

Esta vez, los desahuciados no han apurado el plazo para ahorrarse el trago del lanzamiento. En la ca­sa no queda nadie, han huido. Sólo permanecen rastros de un proyecto de vida frustrado que conmueven a cualquiera: dibujos de Mickey Mou­se y su novia Minnie pintados por la mano de un niño, un caballito balancín envejecido en medio del pasillo, libros escolares apilados a la entrada, una cocina destrozada con diez sopas de sobre a punto de cadu­car… Hasta aquí ha llegado la aventura de Antonio Eduardo y Mariana Gertrudis. ¿Dónde estarán ahora? ¿Alquilados por ahí sin poder pagar? ¿En su país? Al banco no le importa. Ya tiene las nuevas llaves y un cerrojo cambiado. El piso, ahora sí, es completamente suyo. La rueda vuelve a girar.

4. El cumpleaños. En la cuarta visita de la jornada el corazón se encoge por un detalle nimio, tonto quizá para la dimensión de este drama social que cada día afecta a más de 93 familias de la Comunitat Valenciana. Tras superar la cucaracha y el excremento canino que ensucian la escalera, un joven y amable búlgaro abre la puerta. Se le anuncia que tiene un mes para abandonar el piso. Él lo acata e incluso agradece esta prórroga extra: «Justamente hoy es el cumpleaños de mi hija. Cumple cuatro años. Y yo me estaba diciendo: menudo cumpleaños va a pasar si nos echan… Pero bueno, ¡aún lo celebraremos aquí!», dice contento. El hombre promete abandonar el piso antes del 1 de diciembre y se despide. A la puerta de la finca, en un quiosco de la ONCE, puede leerse un cartel: «Piensa en todo lo que podemos hacer juntos. Cada viernes, botes millonarios». Lástima para el búlgaro: hoy es miércoles y sólo le ha tocado la pedrea del cumpleaños en familia.

5. El piso patera. De camino al siguiente desahucio, uno comenta la extrañeza de ver en casa del búlgaro la caja de un ordenador iMac, uno de los caros. Todos ríen en el ta­xi. «¡Yo he visto televisores de plasma de 42 y 50 pulgadas, consolas Xbox y Nintendo y ordenadores que con mi sueldo no me puedo permitir! Porque hay gente que nunca paga la vivienda como filosofía de vida. No pagar es su religión», responde Mario.

Entretanto, el taxi llega a la calle Juan Piñol de Torrefiel. Es el quinto desahucio del día. Nadie abre. A Ra­fa el argentino, cerrajero con fama de rápido, no se le puede ir con cuestiones morales y supuestos problemas de conciencia por colaborar en este proceso. «El problema está en los bancos, no en nuestras manos. Yo vivo de esto. Hoy tengo once lanzamientos, ayer tuve catorce. Esto es muy fuerte y no es plato de buen gusto. Pero si no lo hago yo…». Otro lo hará, sí. La puerta se abre. Y hay novedad: es un piso patera.

Cada habitación luce un pequeño candado en la puerta. Dentro, co­mo si fuera una celda, cada familia hacía la vida hasta hace muy poco. «Ocurre muchas veces: tal vez el dueño del piso, que no pagaba la hipoteca, subarrendó habitaciones a inmigrantes y así ganaba dinero. Y tú has de desalojar a los inquilinos, que no tienen culpa», lamenta Sonia. Mario recuerda un caso: «Una extranjera le pagó al casero un año por adelantado porque le hacía muy buen precio. Y al primer mes llegamos con la orden de desahucio y la chica tuvo que marcharse. Perdió once mensualidades». Es una muestra de darwinismo cruel dentro del salvajismo hipotecario.

6. El cazador cazado. Pepelu, a quien no le va nada mal con esta rutina de desahucios, arranca el taxi en dirección a la calle Cambrils número 10. Es el último servicio del día. En este caso no se trata de una hipoteca impagada, sino de un alquiler de 540 euros que ya hace siete meses que no se paga. Llaman al timbre. Nadie abre. ¿Hay miedo? «Sí, nunca sabes qué puede haber dentro», dice Mario.

A veces es trágico, como cuando encontraron a una mujer que lleva­ba dos meses muerta en la cama, o como aquella ocasión en la que un funcionario pilló a una mujer abrién­dose las venas en la bañera. A veces resulta jocoso, como el otro día, que entraron en un piso donde se practicaba el sadomasoquismo con sus jaulas, sus látigos, sus antifaces. A veces es descorazonador, co­mo cuando Mario se vio obligado a desalojar una casa en nochebuena en la que ya estaba la mesa preparada para unos familiares que venían de Barcelona, o como aquel 5 de enero en el que vio los armarios llenos de regalos de Reyes y se tuvo que cambiar la cerradura con los regalos dentro. A veces es asqueroso, con pisos hechos un asco y ataques de pulgas inmediatos.

Otras veces, en cambio, es peligroso, como cuando un perro agresivo que no ladraba se le echó enci­ma a Mario nada más forzar la cerradura. Él lo roció con el espray antidefensa que siempre lleva encima. Porque hay ocasiones, las menos, que van sin policía. Y se enfrentan a empujones, insultos y amenazas. O si está la plataforma Stop Desa­hucios para intentar impedir un lanzamiento, soportan con lanzamientos de huevos y vejaciones. To­do recae sobre ellos, que sólo están cumpliendo órdenes de un juez que a su vez han sido motivadas por un acreedor.

En este desahucio todo será más tranquilo. No están en casa, pero no es porque la hayan abandonado. En la mesa del salón hay dos blackbe­rrys encendidas, hay ¡seis! televisores (uno como mínimo por habitación), el parque infantil de un recién nacido, un bolso lleno colgado en la entrada y…¡peligro!: una cabeza de ciervo disecada en el salón, otros animales matados por el inquilino y varios trofeos de caza. «¡Vamos, corre, que aquí hay cazador!», exclama Mario. En efecto, hay fundas de escopeta en la casa. Y las armas no son buenas compañeras en estos trances.

El especialista cambia el cerrojo, le da las nuevas llaves a la inmobiliaria que estaba harta de no cobrar el alquiler y la comisión judicial de­ja una nota en la puerta: «Se ha procedido al cambio de la cerradura en virtud del lanzamiento practicado por orden judicial. Las llaves están en el juzgado». Los inquilinos podrán volver a abrir para llevarse sus enseres, pero hoy —cuando vuelvan a casa después del trabajo o de recoger a los niños del colegio y se encuentren con la desagradable sorpresa— ya no dormirán aquí.

7. El regreso. Más de cuatro horas después, el taxi vuelve a la Ciudad de la Justicia. Ahora se comprende mejor a Chimo Sevilla, coor­dinador de este Servicio de Notificaciones y Embargos. «Somos servidores públicos y no verdugos que van cortando cabezas. A todas las actuaciones les ponemos humanidad; aquí no se va a empujones. Siempre avisamos a los ocupantes de la vivienda de cuándo llegaremos: un mes antes si es ejecución hipotecaria, diez días antes si es desahucio por impago de alquiler. Pero hemos de cumplir órdenes y hacerlas cumplir porque, de lo contrario, incurrimos en responsabilidad penal. La única que puede frenar un desahucio es la parte ejecutante». Es decir, el banco, el dueño.

La excursión acaba y ha tumbado muchos mitos de este ingrato trabajo. Mario sonríe: «Tranquilo: aun así, y por mucho que lo cuentes, seguiremos siendo los malos».