Tenía apenas siete años y el país seguía sumido en el invierno dictatorial cuando Ramón elaboró su primer dedal con pieles de restos de sofás que encontró en los contenedores. La pilota valenciana era ya su pasión y necesitaba proteger sus sensibles manos. Muchos años después el amor trasladó su vida a Sumacàrcer, a unos cuantos kilómetros de su Càrcer natal, donde se introdujo en una unidad familiar, la de su mujer, en la que el raspall era prácticamente un estilo de vida. Allí, el Tío Guerra (de nombre José Pons) confeccionaba dedales y otros utensilios para convertir las manos en auténticas armas de ataque. Era uno de los pocos existentes en el territorio valenciano, como ahora Ramón Sancho, y por ello era conocido por el mundo pilotari. En la actualidad, además del artesano ribereño existen otros en Genovés y Oliva. El sumacarcelino, que pronto asumió la tradición familiar y se hizo cargo del «compromiso» con la pilota de su suegro, habla con pasión del mundo de los trinquets. Se los recorre todas las semanas, buscando partidas que ahora se multiplican por el auge ocasionado en los últimos años gracias a jugadores históricos como Álvaro, Genovés II o Waldo. Lleva con él un buen arsenal de dedales confeccionados a mano y valorados como el lapislázuli, el oro azul que utilizaban distinguidos pintores durante el Renacimiento. Y es que los pilotaris entienden el proceso de proteger sus manos (enrollarse) como un auténtico ritual. Por su casa han pasado jugadores de raspall como Waldo, Loripi, Simateo, Batiste, Mena o Moro. Algunos recorren cientos de kilómetros para comprar su preciada artesanía deportiva. «Durante un tiempo estuvieron viniendo unos hermanos de la Font d´En Carròs que hacían el viaje, a veces, para comprarme un solo dedal. Analizaban cada dedal de forma minuciosa. Se arrodillaban y miraban la punta y compraban sólo aquellos que les venían perfectos. Y eso que sólo eran aficionados», explica Sancho.

También el cuñado del sumacarcelino fue jugador, el Guerra, nombre que han trasladado ahora al menor de la familia, apuntado al nuevo club local en el que aprenden a jugar alrededor de veinte niños y niñas. El proceso de elaboración empieza poniendo a remojo durante toda una noche la piel de toro para que pueda ser moldeada. Se corta a cuadros y se configura, se agujerea con un punzón para después darle la forma del dedo con hilo metálico. Se recortan las sobras y se pule para que no moleste en ningún momento a los jugadores. Un proceso laborioso y perfeccionista que reporta una obra de arte en forma de preciada protección. Las pelotas son auténticas piedras a las que los pilotaris golpean con agresividad, insensibilizando sus manos e incluso, muchos veces, provocándose lesiones como roturas que les duran años. Para quien ha tenido una pelota en sus manos no hay que explicarle la importancia de la protección, del trabajo del artesano de Sumacàrcer.