Como aquel niño a su padre, ambos seguidores del Atlético de Madrid, Ricard Pérez Casado se pregunta aún hoy por qué sigue «afiliado a una organización de la que algunos de sus dirigentes o voces de referencia me dejan perplejo, desconcertado en muchas ocasiones y cada vez con mayor frecuencia», un partido socialista que «no siempre ha practicado ni con los suyos ni conmigo los principios que defiende». Se responde: «Lo soy porque es multitud la militancia generosa, la sencilla y la encumbrada. Y a lo largo de 32 años he tenido pruebas de generosidad y solidaridad».

Pero el alcalde socialista de Valencia entre octubre de 1979 y diciembre de 1989 no dedica sus memorias políticas, recién publicadas por la Universitat de València, a los gestos de apoyo que ha podido recibir en todos estos años, sino a sus rivales, la inmensa mayoría adscritos a su propio partido, a quienes acusa de haber cometido con él un «memoricidio», de haberle conducido primero a la dimisión y luego al olvido de su legado y de su propia persona, en unos casos por acción y en otros por incomprensión.

Joan Lerma, Rafael Blasco, Eduardo Montesinos, Alejandro Escribano y, en un escalón algo menos contundente, su sucesora Clementina Ródenas, son los malos del argumento del libro de aquel alcalde, apodado «el faraón» por la pomposidad de sus fastos, que ajusta cuentas con su historia.

Muy clavada tiene Pérez Casado la frase que Lerma le espetó cuando visitaban juntos la exposición de la propuesta inicial del Plan General de Ordenación Urbana de Valencia, a mediados de los ochenta. Hasta tres veces repite: «Los invertebrados también viven», que es lo que le contestó el presidente de la Generalitat cuando él le habló de estructuración y vertebración.

La relación política y personal imposible que existió entre los dos principales mandatarios socialistas valencianos, presidente y alcalde, es el hilo conductor de la mitad de las memorias de este último. Antes de que el «secretario general«, como llama a Lerma en muchos pasajes, entrara en su vida, Pérez Casado presume de haberse moldeado como persona y como político con Vicent Ventura, Andreu Alfaro, J. J. Pérez Benlloch y Joan Fuster, a quienes frecuentaba, además de los universitarios Vicent Àlvarez, Ferran Martínez, Eliseu Climent „«en su casa de Barón de Cárcer había calor de calefación»„, Valerià Miralles, Alfons Cucó y más tarde Josep Vicent Marqués, Josep Lluís Blasco, Ana Castellano y Raimón, entre otros.

Al abrigo de Josep Lluís Albinyana, presidente preautonómico, Pérez Casado entró en la lista municipal del PSPV-PSOE de 1979: «Fui aceptado por la organización local y ubicado en el número 32, de un total de 33 puestos elegibles, lo que traducía muy bien lo que pensaban gran parte de los que iban a ser mis compañeros de Consistorio». Luego subió al puesto 2 y atribuye el ascenso a Alfonso Guerra. Ese otoño, tras la expulsión del PSPV-PSOE del cabeza de lista Martínez Castellano, Ricard se convertiría en alcalde.

«Ni siquiera hoy alcanzo a comprender cómo me envió „Joan Lerma„ tanta mosca cojonera y tanto imbécil para truncar un proyecto sólido de ciudad que iba alcanzando una complicidad social sin precedentes», escribe el exalcalde, que se presenta como un sabio incomprendido y asediado por sus compañeros de partido que gobernaban la Generalitat, la Diputación de Valencia y, con él al frente, el ayuntamiento durante dos mandatos y medio.

De los «secuaces» del secretario general, como él los llama, solo salva, y con matices, a Joan Ballester. Alaba más a sus socios del PCPV-PCE en el primer mandato „Zamora, Romero Vera, Arjona...», que a los suyos, aunque destaca muy por encima de los demás a Vicent Garcés, líder de Izquierda Socialista, y la eficacia del trabajo de Conca, Enrique Real y José Cabrera, a quien tilda de «conspirador avisado».

De su sucesora, Clementina Ródenas, no recoge críticas frontales, aunque da crédito a quien le contó que había dicho sobre él: «A ése, ni agua», después de su dimisión en 1988 junto al que era teniente de alcalde de Urbanismo, Fernando Puente, y también a la supuesta participación de la exalcaldesa y ex presidenta de la diputación en un intento de recalificación del marjal de Rafalell i Vistabella, al sur de la playa de la Pobla de Farnals, para albergar una urbanización marina similar a Port Saplaya.

En lo tocante al relato de su dimisión, las memorias recogen la ya sabida relación de resposabilidades aunque con palabras nuevas: «El caso del solar del colegio de la Compañía de Jesús vino a constituir, tras mi dimisión, la mayor patraña que se haya urdido nunca contra mi gestión al frente del Ayuntamiento de Valencia. La fabricaron mis cofrades, el por entonces consejero socialista de la Generalitat Rafael Blasco y el muñidor Eduardo Montesinos, jerarca de la Agrupación Socialista Comarcal de Valencia, con el concurso al parecer de mi propia sucesora y alcaldesa, Clementina Ródenas». Según su relato, estas personas y otras cultivaron la especie de que Pérez Casado se había enriquecido con la negociación del convenio urbanístico del solar de los jesuitas, asunto en el que las memorias atribuyen un papel no menos destacado al arquitecto Alejandro Escribano, entonces director de la Oficina del Plan General y presentado hoy como un tratante de influencias y acomodador de intereses de los promotores en los planos urbanísticos, con más poder del que tenían sus jefes políticos Juan Antonio Lloret y Miguel Albuixech, un «torpedo» que Lerma envió a Pérez Casado para apartarlo de la Alcaldía, según consta en un testimonio indirecto recogido en las memorias.

Para desmentir el enriquecimiento supuestamente atribuido, el exalcalde se extiende en explicaciones sobre las estrecheces que pasó tras su dimisión, provocadas por el bloqueo que sus antiguos compañeros le imponían. Pérez Casado concluye que él era «una piedra en el zapato» de su partido, ya que su desaparición de la escena tuvo «efectos miríficos» para la ciudad, llegando inversiones autonómicas y estatales que le negaban a él.

En «Viaje de ida», el autor dedica sus páginas más vibrantes al relato pormenorizado de la noche del 23 de febrero de 1981, con los tanques de Milans del Bosch en las calles, y a la retirada de la estatua de Franco; las hojas más plúmbeas a sus reflexiones sobre la financiación de los entes locales, asunto que fue lo que le enfrentó a Lerma y lo que desencadenó su dimisión; las más desconocidas por el gran público, a su etapa de administrador de Mostar (Herzegovina), en 1996, tras la guerra que asoló los Balcanes; y las más prolijas, a reivindicar que la mayor parte de lo que hoy es la ciudad de Valencia salió de su cabeza y de su equipo, frente al «memoricidio» del que se siente víctima, perpetrado por sus sucesores, tanto del PSPV-PSOE como del PP.

En su balance de gestión, similar en muchos pasajes a un informe de alcalde ejerciente, Pérez Casado plasma una visión idílica de sus logros, con la paralización de la urbanización del Saler en primer lugar, y el impulso al Jardín del Turia de Ricardo Bofill, contratado a instancias de Escribano, según admite. La transición de una administración municipal franquista, la transformación de Saltuv en EMT, la idea inicial del metro y del tranvía, el relanzamiento de la Feria de Muestras, el puerto y las dos universidades como factores de desarrollo económico y empleo, la idea del Parque Central, el soterramiento de las vías del tren en Serrería, el primer carril bici y un esfuerzo gigantesco en alcantarillado «que no se ve» son recogidos en detalle a lo largo del libro. «Desde luego, nada de esto se puede atribuir, como se ha procurado hacer de mis mandatos, a una ciudad dormida en manos de un alcalde soñador», señala. Admite «una única alcaldada»: haber autorizado por decreto un cambio en el proyecto del Palau de la Mússica para aprovechar que el terreno era un meandro relleno y sacar de él la sala B del auditorio, un proyecto que le enfrentó con sus concejales socialistas que le acusaban de favorecer la cultura de élite frente a la popular, y con el entonces portavoz del PP, Martín Quirós, a quien le imputa un «instrionismo demagógico y analfabeto» por haber descalificado el Palau como «un auditorio hecho donde no vive nadie», y más aún por decirle en una ocasión: «En política todo vale».

Partidario del corredor mediterráneo desde siempre, quemado porque se burlaran de su propuesta temprana de conexión Valencia-Lisboa, hoy casi finalizada, y contrario a la cancelación del trasvase del Ebro por Rodríguez Zapatero, Pérez Casado dedica sólo dos citas, y de pasada, a la actual alcaldesa, valoración para la que remite a la obra de su amigo y profesor Josep Sorribes «Rita Barberá: el pensamiento vacío». Pese a subrayar que desde su dimisión no ha opinado de la ciudad por respeto, critica en sus memorias el «kitsch valenciano» y «el barroco efímero, ostentoso e inviable, que ha sustituido a iconos venerables de la ciudad».

«Las diputaciones son auténticas cuevas de Alí Babá»

Pocos ataques hay tan feroces en las memorias de Pérez Casado como los que dedica a la existencia de las diputaciones provinciales. «Acomodadas en la Constitución, gozan del privilegio de la ignorancia y de un buen sistema engrasado de reparto de beneficios. Como oficinas de colocación de residuos políticos continúan siendo eficaces». Añade Pérez Casado que «el uso político y personal, desvergonzado, alcanza sus mayores cotas a principios de siglo en las diputaciones, verdaderas cuevas de Alí Babá en manos de gentes insignificantes, en términos políticos e intelectuales, pero verdaderos gigantes del engaño, la indiferencia y el desprecio a la ciudadanía». Este rosario de 'piropos' incluye que el partido socialista consideraba las corporaciones provinciales «prescindibles de oficio, y las ha convertido en refugio en la oposición, y en lugar de dádivas cuando resultaba hegemónico». «Armatoste antediluviano y caciquil» es otra definición.