Que un niño sueñe con la comida, cuando duerme, es posible y admisible. Que un niño sueñe con el desayuno inexistente, encontrándose despierto, es una crueldad infame. Y eso es lo que está ocurriendo en algunas escuelas: así lo narran padres y educadores.

Llegados a este punto, ¿qué más queda, capaz de conmover nuestro aguante? ¿Que la inanición consuma estos niños? ¿Verles atrapados por el raquitismo y la tuberculosis? Porque resulta que España y la Comunitat Valenciana, pese a todos sus problemas, son geografías que forman parte de los países ricos: en paridad de capacidad adquisitiva, el PIB español equivale a la mitad del de África, mientras que nuestra población sólo supone el cinco por ciento de la existente en aquel continente. Y, sin embargo, parte de nuestros niños ya son africanos pobres.

Si España es relativamente rica y parte de sus niños y gente adulta no tienen siquiera para comer tres veces al día, la solución no reside sólo en la bienintencionada y admirable labor de quienes aportan donativos o su propio trabajo a los bancos de alimentos y a los comedores benéficos. La solución exige la rebeldía cívica necesaria para reafirmar la superioridad de la dignidad humana, la incontrovertible verdad de que los medios materiales se encuentran al servicio de las personas, que el bienestar de éstas es razón de justicia y no de mera compasión, y que todo servicio que facilite la convivencia -y el prerrequisito absoluto de ésta es la supervivencia- constituye el mejor título para reconocer al buen ciudadano.

Cuando lo que se interpreta como economía capitalista ha expulsado la moralidad y pasiones humanas ruines „la codicia, la avaricia, el egoísmo„ gobiernan su conducta hasta conducir al hambre infantil, lo que triunfa no es un modelo de sociedad civilizada, sino un modelo social y económico degradante, bárbaro y primitivo.

Quienes, apenas salpicados por los efectos de la crisis, se aíslan en su particular burbuja para alejarse del dolor ajeno y regodearse en sus placeres personales, no merecen en este momento el título de valencianos respetables.

Quienes, en las presentes circunstancias, rehúyen una vez más sus obligaciones con la Hacienda Pública para aumentar su riqueza, jactándose incluso de su habilidad para ello, no son meros defraudadores: son rastreros delincuentes que, más allá del actual derecho penal, merecerían que se les expulsase de cualquier acceso futuro a los servicios y a las responsabilidades públicas.

Quienes, con total frialdad y frivolidad, desde una abundancia casi obscena, animan a rebanar el Estado del Bienestar sin tener nunca suficiente con las restricciones impuestas, merecerían conocer, aunque sólo fuese un tiempo, lo que significa no tener dinero para un techo, para un desayuno, para un modesto lápiz. Merecerían probar un sorbo de ese dolor que, en lugar de transformarse en energía ante quienes instan los desahucios, conduce al suicidio de quienes los padecen.

La frontera de la aceptación de las decisiones dolorosas tiene un límite. Con admirable entereza y sentido cívico, la sociedad ha aceptado sacrificios que han empeorado la vida de millones de personas; pero cuando el pan y el techo están amenazados y las víctimas de esta violencia moral son niños, ya no cabe la resignación ni el consuelo de la solidaridad, sino la resistencia pacífica, activa y firme. Para que ellos recuperen el auténtico sueño de los niños y nosotros mantengamos la dignidad ante nuestros propios hijos.