El tiempo es quizá el material más importante para el periodista, por eso resulta difícil escribir sobre lo que ocurre en la Cartuja de Porta Coeli. Allí el tiempo existe pero de otra manera, es más blando, va más despacio, los siglos apenas pasan y el reloj tiene mucha menos trascendencia para sus habitantes que la que le suele dar cualquier otro ser humano. Más que el tiempo, a los cartujos les preocupa el silencio y se encierran durante horas en la celda sin ver ni hablar con nadie, sólo rezando o leyendo o haciendo pequeños trabajos «para mantener el espíritu y la mente equilibrados».

El padre procurador „prefiere que su verdadero nombre no aparezca en el reportaje„ es, a lo largo del día, el que más habla de todos los cartujos de Porta Coeli. Es el monje que sirve de conexión entre los 19 religiosos que forman esta pequeña comunidad casi medieval y el resto del mundo. Se ocupa del día a día de la cartuja, de la gestión de los naranjos que casi rodean el edificio («ahora estamos cambiando parte de los cultivos porque ya saben lo mal que se paga la naranja», explica); atiende al que llama al portón de la cartuja y guarda entre los pliegues del hábito un teléfono portátil que contesta con amabilidad cada vez que le preguntan si se puede visitar este histórico edificio en pleno corazón de la Calderona. «No, esto es una comunidad cerrada, no puede ser», explica a su interlocutor.

El padre procurador tiene 43 años y nació en la provincia argentina de Mendoza. Era seminarista, iba camino del sacerdocio pero un «llamado de Dios» le llevó en 1994 a cruzar el Atlántico hasta la cartuja de Aula Dei en Zaragoza, y hace tres años a Porta Coeli cuando ambas comunidades se unieron.

No lo demuestra, pero mientras enseña el interior del monumento va dejando detalles de amplios conocimientos de historia, arte y literatura (y en este último caso, no siempre religiosa). Con esas aficiones no le cuesta ser consciente de la importancia del lugar en el que vive „la tercera cartuja que se construyó en la Corona de Aragón bajo el reinado de Jaume I, un compendio de arquitectura gótica y neoclásica que guardó durante siglos preciosos retablos y pinturas repartidas hoy por varios museos, y el lugar en el que Bonifaci Ferrer tradujo por primera vez la Biblia al valenciano„, aunque, asegura, «yo no estoy en Porta Coeli por ser un monumento o por el paisaje. Al final acabas acostumbrándote a tanta belleza. Estoy aquí por su espiritualidad».

Aunque uno no sea cartujo, la espiritualidad, o la que sea su traducción al lenguaje terrenal, se nota. Ya no sólo por el silencio, que apenas interrumpe la campana de la iglesia o el motor de un tractor que trabaja en el campo, sino por la rutina de sus habitantes: levantarse a las seis y media, la misa conventual de la mañana, las horas de estudio y de trabajo en las celdas, las comidas en solitario „«Nada de carne, aunque a todos nos gustaría un bocata de jamón», reconoce el padre„, los rezos de víspera y completas, los maitines y los laudes del día, que se celebran cuando pasan unos minutos de la media noche.

Todo ello, por supuesto, sin conversaciones entre los cartujos más allá de lo estrictamente necesario, y sin apenas contacto con el exterior. «No usamos radio, ni televisión ni Internet. El periódico (alguien les paga la suscripción a Levante-EMV) lo lee sólo el padre prior y si hay algo interesante nos lo cuelga en un cartelito. Así nos enteramos, por ejemplo, de lo de las Torres Gemelas o de la elección del nuevo papa. En la cartuja el tiempo se detiene. ¿Qué problema hay por enterarse de algo cuatro horas después?».

Aún así, el padre procurador no se siente aislado del mundo contemporáneo e incluso asegura que, a su manera, contribuye a la sociedad desde los muros de Porta Coeli. «Yo siento que hago más cosas desde aquí que si estuviera fuera. Esto es como una central nuclear que irradia buena onda».

Tampoco ha perdido contacto con su familia, por más que sólo pueda verla dos veces al año y que los suyos tengan que venir desde Argentina para pasar unas horas con él. «La semana pasada vino mi hermano con mis sobrinos. La última vez que vi a la pequeña era un bebé y ahora tiene ocho años. Sé que me estoy perdiendo cosas de su vida pero, a cambio, aquí le doy más valor a un beso suyo del que le daría estando fuera».

Los domingos por la mañana, el padre procurador se sienta con los otros padres en una pequeña explanada situada frente a la iglesia de la cartuja. Desde allí se ven los edificios de Valencia, l´Albufera y el mar. «Me apetecería salir e ir hasta allí „confiesa„, pero intento ser coherente. Yo soy libre aquí porque he elegido esta vida. Además, vistas así, las cosas que no puedes tener siguen manteniendo su magia».