Los vecinos de Pinos sabían que si las obras de la carretera comenzaban en Benissa e iban montaña arriba se iban a eternizar. Si se acababa el dinero, la carretera se quedaría a medias. Por eso, en 1923, cuando el proyecto empezó a tener visos de salir adelante, el alcalde pedáneo de Pinos, Josep Ausina Crespo El Pelat, se empeñó en que las obras fueran de arriba a abajo. Pinos buscaba el mundo. La carretera, serpenteante y estrecha, se terminó en 1931.

Esta partida de Benissa empezó a prosperar. En 1935, se abrió la escuela unitaria, y, en los años 40, alzó la persiana una tienda de ultramarinos a la que acudían en carros los vecinos de las partidas de Marnes, Canelles, Lleus y l'Albinyent. Allí se surtían también de productos de palma y esparto. Pinos era, de alguna forma, el epicentro de una sociedad rural autosuficiente y que desarrolló lazos casi familiares. Los pineros, de natural excelentes comerciantes, también bajaban a los mercados de Altea, Callosa d'en Sarrià o Benissa. Allí vendían los excedentes de sus cultivos y lo que les daba una montaña, la Serra de Bèrnia, que conocían palmo a palmo.

«Sí, éramos como una familia. Quien no podía matar un cerdo, lo compartía. Y en las casas siempre había una orza con conserva de indià [pavo] fregit», recuerda Francisco Ferrer, presidente de la Associació de Veïns de Pinos.

La partida llegó a contar con 352 habitantes en 1950. «Llegamos a unas cien casas. Y en cada una vivían los abuelos, el matrimonio y los hijos. Rara era la que tenía menos de cinco o seis miembros», indica Ferrer.

Pero la carretera no rompió del todo el histórico aislamiento. Empezó el declive y el éxodo a los pueblos más grandes y que ofrecían más oportunidades. El siguiente signo de progreso tardó en llegar. El 2 de agosto de 2002, durante las fiestas de Santa Bárbara, se inauguró la electrificación de la partida. Llegó la luz. Y de eso hace cuatro días.

La asociación de vecinos se creó en 1993 para impulsar el proyecto de la línea eléctrica. La Generalitat pagó el tendido que subía a la ermita de Santa Bárbara, pero luego a cada vecino le tocó rascarse bien el bolsillo.

En Pinos, viven ahora de continuo unas 15 familias. Residentes extranjeros, sobre todo ingleses y alemanes, han descubierto el paraje y se han quedado prendados. Han comprado y restaurado algunas casas abandonadas. Los fines de semana la partida sí bulle de vida. Pineros que han hecho vida en otros pueblos regresan a sus antiguas casas de piedra. Además, los dos restaurantes de Pinos, muy apreciados por sus guisos tradicionales de montaña, trabajan de lo lindo. El turismo deportivo también tira del carro. Los ciclistas tienen querencia por esta carretera rugosa y empinada que les lleva a Bèrnia. Y los senderistas buscan el sosiego y el paisaje.

Pero el paisaje tradicional de cultivos y márgenes no se mantiene solo. «Que la tierra esté trabajada cuesta mucho y no da casi nada», asegura Ferrer, que reclama ayudas para que esa fisonomía especial de Pinos pueda sobrevivir al abandono paulatino del campo. El presidente de los vecinos recuerda que era costumbre que los abuelos, al venir al mundo un nieto, le plantaran un algarrobo o un olivo pues así el recién nacido ya tenía un medio de subsistencia. «Me duele ver cómo esos árboles se pierden. Eran un legado de abuelos a nietos».