Si las gentes, como usted y como yo, huyen de los conflictos bélicos que no han provocado ellos, llamando a nuestras puertas desesperados, y todo lo que se nos ocurre es disimular, decir que no estamos, pasar el cerrojo, electrificar la valla o cambiar las leyes para que esté prohibido llamar a la puerta mientras estamos haciendo la siesta, es que ya no tenemos ojos ni miradas, ya no sabemos quiénes somos, no nos reconocemos. Es que hemos perdido no el norte (que no sé por qué tiene tanta importancia) sino el sur.

Si los gobiernos se reúnen para discutir, dicen, pero en realidad regatean la cantidad de personas que están dispuestas a aceptar, recortan, se lamentan, dicen defender los intereses de cada país pero se olvidan de aquellos que ya no tienen porque las bombas los han borrado, es que esos gobiernos están negando la condición humana y han convertido a las personas en productos, números, contabilidad, sumas y restas.

Pero si la ciudadanía otra vez se levanta porque le desborda la indignación, si sus representantes más próximos escuchan desde los ayuntamientos y se produce una marea de respeto y consideración, de ternura y apoyo, es que vale la pena ser gente, anónima pero gente, que mira al sur de una manera diferente y está dispuesta a romper inercias absurdas y cambiar el rumbo de la historia.

Si los gobiernos cierran las fronteras de los estados, pero la ciudadanía abre las puertas de las casas, es que nuestro sistema no funciona, está completamente roto. Y es síntoma de que las cosas están cambiando desde abajo, desde la base, y podremos volver a confiar en la condición humana, más allá de los acuerdos entre las élites, más allá de la fuerza y de las imposiciones, más allá de los desequilibrios inaceptables.

Por eso me reconcilia con el mundo ver cómo esa gente desafía al poder y aplaude a los humildes, abraza a los despojados y consuela a los desahuciados, sin pensar en documentos mojados ni en leyes injustas. Tal vez ese es el nuevo camino con el que hemos soñado tantas veces.