Imagine que se despierta y no sabe dónde está. Un desconocido o desconocida, que posiblemente haya dormido a su lado, le da los buenos días. A continuación, le dirigen a una pequeña sala de una casa en la que, además, usted no se sitúa. Le dicen que se asee. «¿Que me asee? ¿Y cómo se hace eso?», se pregunta todavía aturdido tratando de ubicarse. Como usted sigue sin actuar, en pos de ayudar, esa persona a la que no conoce trata de desvestirlo y dirigirlo hacia un habitáculo todavía más pequeño en el que hay un tubo del que sale agua y se la echa en su cuerpo. Y todo ello sin saber todavía dónde se encuentra. Es más, tal vez, sin ni siquiera saber quién es usted mismo... Pues así suelen ser los primeros diez minutos, que a veces se convierten en horas, de cada mañana de más de 600.000 personas que sufren alzhéimer en España. Y todavía queda día por delante. Es decir, alrededor de doce horas más de desconcierto en medio de un entorno que no logra reconocer, hasta que vuelve a dormirse.

Ahora cambien de perspectiva. Usted está sano. Su pareja, con la que probablemente ha compartido más de la mitad de su vida, se despierta. Pese a que apenas ha podido conciliar el sueño, le da los buenos días con una muestra de cariño. No sabe lo que se va a encontrar. Tal vez las sábanas o el suelo mojados o, si hay suerte, todo esté en perfectas condiciones. Supongamos, que es mucho suponer, que no haya tenido que cambiar la muda de la cama ni fregar el suelo durante la noche. Le indica a su pareja, que se encuentra allí parada y aturdida, que debe asearse... pero no lo hace. Entonces lo conduce al cuarto de baño y le ayuda a desvestirse. No le es fácil. Se opone e incluso forcejea, pero al final lo consigue. Lo mete en la bañera, comprueba la temperatura del agua, que no esté fría ni tampoco muy caliente, aunque igualmente se va a quejar. Comienza a lavarlo de manera rápida pero eficaz para que esa persona, que es su ser más querido, sufra lo menos posible. Aún queda secarlo y ponerle la ropa, lo cual tampoco será fácil. Pues así suelen ser los primeros diez minutos, que a veces se convierten en horas, de cada mañana de miles y miles de personas que tienen a su cuidado a un enfermo de alzhéimer.

Como si se tratara del día de la marmota. Y estos dos primeros párrafos son sólo una pequeña nota del principio de cualquier jornada. El resto del día lo dejo para su imaginación: tareas diarias, hacer la compra, comer, limpiar, salir a dar un paseo, cenar, conversar, incluso conciliar el sueño se convierten en una auténtica odisea. Peor aún, no existe consuelo alguno, porque la situación no mejorará. Aún así, miles de personas se enfrentan a este mal día a día, hora a hora, minuto a minuto, para tratar de hacer la vida un poquito mejor a sus familiares con alzhéimer.

Aunque los enfermos pierdan sus recuerdos, ahí se encuentran estas personas para mantener su memoria viva, aunque no sea en sus cabezas. Si se desorientan, los conducen por el camino correcto. En caso de perder ciertas habilidades, les ayudan a sustituirlas. Puede que se dé el momento en que la persona en cuestión incluso no reconozca a sus seres queridos, pero entonces aparecen para hacerle sentir bien con un mar de muestras de cariño en forma de besos, caricias, palabras bonitas, arrumacos... que hasta la persona más desorientada del mundo es capaz de sentir. Ellos son gente realmente extraordinaria, son los verdaderos ángeles de la memoria.

PD: A ti, mamá, que luchas cada día. Y a ti, papá, aunque ya no puedas leerlo.