Hace un año que al joven Junior Taofiki Oyeniyi le cambió la vida. Los dos años y nueve meses que pasó en la cárcel por drogas y agresión a la autoridad y las 28 noches siguientes que durmió en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) parecen una anécdota comparado con lo que le sucedió el 30 de octubre de 2014. A este joven de 26 años, nacido en la Maternidad O'Donell de Madrid y que había pasado toda su vida en Valencia, aquel día el Estado español lo embarcó en un avión en Torrejón de Ardoz y lo deportó a Nigeria, un país que no es el suyo y en el que no había estado en su vida. Como su madre, de origen nigeriano, no había pedido para él la nacionalidad española a la que tenía derecho (por haber nacido en España), al día siguiente de cumplir su condena le fue aplicado el artículo 57.2 de la Ley de Extranjería: la condena a más de un año de un extranjero comporta su expulsión de España. Junior contaba, formalmente, como extranjero. Por eso fue trasladado a un CIE y, de ahí, deportado a Lagos en mitad de la noche más extraña de su vida.

Desterrado en la capital nigeriana lleva un año, olvidado por su país. No por sus amigos, que han ido recaudando dinero para ayudarle y que este viernes reclamaron su vuelta a España en una concentración a las puertas del Ayuntamiento de Valencia. A 3.700 kilómetros de allí, la voz de Junior al teléfono suena como siempre: entre la esperanza de volver a España y la resignación de su deplorable situación. Su vocabulario, siempre rico, le da una frase que tal vez lo resuma todo: «Mi cuerpo está en Lagos, pero mi alma y mi mente están en Valencia». Así se pasa el día: pegado al móvil para no perder contacto con sus amigos valencianos, que lo apoyan desde la distancia y han hecho gestiones para intentar su regreso a España.

Junior sigue viviendo en la precariedad. Abandonó la zona en la que vivía después de que lo acuchillaran y apalearan en una reyerta el pasado mes de abril, como ya contó este periódico. Continúa sintiéndose perseguido: «Me llaman y me envían mensajes para saber dónde estoy», dice. Por motivos de seguridad, no revela su paradero. Pero sigue en Lagos. Ya no duerme en el suelo de una peluquería como antes. Una familia se ha apiadado de su situación. «Es un matrimonio con tres hijos, que viven en una iglesia y que me dejan vivir allí». No ha de pagar ni luz ni agua y le dan comida. Él, con el colchón con mosquitera que se compró, duerme en el templo. «Les estoy muy agradecidos», recalca.

Su día a día es como sigue: se levanta sobre la siete y media de la mañana. Hace deporte durante una hora. Luego saca agua del pozo (algo que nunca había imaginado que haría, como lavarse la ropa a mano) para poderse duchar. Después se marcha a una peluquería en la que está aprendiendo a cortar el pelo a mujeres. Sin cobrar, por supuesto. Allí está hasta las cinco de la tarde. A continuación vuelve a hacer deporte (algo que le ayuda mentalmente, asegura), se ducha, da una vuelta, regresa a la iglesia, duerme y se echa a dormir sobre el colchón.

«Aquí me sentiré guiri toda mi vida. Yo no quiero estar aquí», repite. Junior ya no sabe cómo decirlo: que ya cumplió su pena por las drogas que le pillaron en el FIB de Benicàssim de 2008 y que teme que se olviden de él. Mientras miles de refugiados de Siria buscan protección en Europa, este joven que nació y siempre vivió en España continúa viendo cerradas las puertas del país que lo vio nacer.