In partibus infidelium, o sea, «en tierra de infieles». Así denominaba la Iglesia Católica, siempre tan fina, hasta1882, a las Diócesis realmente inexistentes ubicadas en tierras peligrosas por estar en manos de enemigos de la fe. Porque pasado un tiempo prudencial la Iglesia consideró que la nómina de mártires ya estaba suficientemente completa. Así que para allí te nombro obispo, pero no te envío, y te guardo en el Vaticano, tan calentito. Yo, sin embargo, estoy nombrado y enviado.

Quizá haya visto usted una fotografía en que la bancada del PP en les Corts Valencianes se puso adecuadamente en pie mientras cada señoría enarbolaba una senyera: glorioso espectáculo que se desarrolló exactamente a mis espaldas y sobrevolándome, dado que por razones de la geografía del hemiciclo yo, penosamente, vivo a las plantas del ardoroso Grupo Popular. Por eso en esas fotos estoy allí, pequeño, aplastado por el colorido de la tricolor. En alguna, incluso, aparezco girado, haciendo una foto con el móvil al impar espectáculo. Lo que no ha salido es que la bandera de la señora Bonig „hay cosas que les pueden pasar a cualquiera, pero les pasan siempre a las mismas personas„, le cayó al suelo. ¡Oprobio! Le aseguro que, sin dudarlo, la levante y se la ofrecí, diciéndole: «Per l'amor de Deu, Isabel, que no toque terra!», que sólo faltaba eso, que Montoro advirtiera que ni su jefa de aquí respeta los símbolos estatutarios y nos rebajara la paguica. O sea, que eso: en tierra de infieles, tribu vociferante donde las haya, lenguas de trapo ante la ignominia máxima de no ser ellos quienes gobiernan. Tendría usted que oír las cosas que dicen. En serio. Una pena los colegios a los que fueron. In partibus infidelium.

Todo esto vino porque les Corts „con el apoyo del Consell„ dio en derogar la Ley de Señas de Identidad. Fue una norma extraña, aprobada en el último Pleno de la anterior Legislatura, de la que no existe antecedente en el mundo civilizado, aunque, sí, probablemente, podríamos encontrar ejemplos en dictaduras, sobre todo cuanto más totalitarias fueran. Y es que su sentido no es definir los símbolos de las instituciones, que eso ya lo hace el Estatut y una antigua Ley que hoy nadie impugna. No: se trata de definir una suerte de avatares concretos del alma valenciana. Ahí es nada. Obviamente fue un intento de revivir el fantasma del anticatalanismo por si en horas de postrimerías sirviera para tapar lo de la corrupción. Algo así como «¡Cambio bous al carrer por olvido del Caso Blasco! ¡Vendo fiestas y compro silencio sobre Gurtel, Taula, Imelsa, Brugal! ¡Pirotecnia sí, Rus no!». Ciertamente, no les salió bien la jugada, probablemente porque muchos valencianos opinan que la ciénaga en la que el PP convirtió esta comunidad acabó por ser su auténtica seña de identidad. Debemos agradecer al PP el favor: me parece que con esta tremenda patochada ha despejado un poco más el camino para superar las guerras identitarias que amargaron la Transición. Y es que de eso se trató: de implantar el entusiasmo colectivo por Ley para eventos que, en algunos casos, son enormemente significativos desde el punto de vista cultural y suscitan consenso, mientras que en otros generan enfrentamientos o son de una trivialidad que causa vergüenza ajena. Para entendernos: si el PP de aquí hubiera gobernado el País Vasco hubiera impuesto por ley el amor a las txapelas, las traineras o el levantamiento de piedras; si en Catalunya, la Moreneta, les mongetes amb botifarra y els castellers; si en España toda, los toros, la siesta y la Federación Española de Fútbol.

No acababa ahí la cosa: con esta ley se vulneraba el Estatut, se garantizaba el privilegio a unas entidades privadas sobre instituciones estatutarias, en especial en materia lingüistica. Y predeterminaba el acceso a subvenciones que se prohibían a otras entidades „como, por ejemplo, las universidades„. Y es que, como explicó el portavoz del PP en el debate, todos los que en materia lingüística no piensan como ellos son unos traidores. Ya ve usted: in partibus infidelium.

Así que izaron banderas, apropiándose partidariamante de lo que, según ellos, es patrimonio de todos. A mí ver tanta bandera junta me da miedo. Sea la que sea: con franja, sin franja, con dos barras o con cuatro, rojas, moradas o naranjas. Debe ser cosa de la edad. De la edad en la que concluyes que las banderas se enarbolan con tanto ahínco cuando los argumentos se pudireron en la chistera del mago. Han prometido volver a promover tan desdichada norma en cuanto puedan. Y mientras, si pueden, irse otra vez a la guerra por estas cosas, que es cosa muy histórica y alimenticia.

Les auguro poco resultado. Si acaso el ridículo. Como a Marx no suelen leer, les recordaré aquello de que la historia primero es drama y luego farsa. (Por cierto: se olvidaron de los sainetes en la ley. Mecachis). No está el mundo, nuestro pequeño mundo, para volver a pelearse por banderas e himnos, que es bastante más fácil pensar, cuando hay un 30% de pobres, que mejor dejamos eso para distracciones de afligidos derrotados y nuevos ricos.

Las banderías más peligrosas ahora son las cosmopolitas de troikas y parientes lejanos. Y no es demasiado difícil aventurar que la famosa Batalla de Valencia „y sus réplicas„ acabó en un enojoso empate. Otro día hablaré de eso. Pero me parece que si la tropa del Botánic no entra al trapo, alimentando el ruido de estas mesnadas, es más que probable que el PP se pierda en este laberinto. A cada bandera bastará por oponer un «caso». Ya sé que les enfada, pero ellos han querido que las cosas estuvieran así. Tiempo habrá en que deberán calmarse. Y arriar. Hoy por hoy, debajo de cada bandera adivinamos el hedor de un pasado de podredumbre.

Eso sí: mientras, en esto, como en tantas otras cosas, la confusión del derrotado les lleva a demandarnos cotidianamente «pruebas diabólicas», o sea, ese lindo invento de la Inquisición, que pide al acusado probar cosas que no pueden ser racionalmente probadas. Así: «pruébame que no estás endemoniado». Algunos de los míos se revuelven y tratan de demostrar que no lo están. Baldío empeño. Otros se limitan a llamar endemoniada a Bonig et alii. Absurdo trabajo. Lo mejor para ahuyentar a esta caterva de reguladores del entusiasmo y administradores de anatemas es el silencio. Un extremo silencio hasta que puedan hablar de política, cuando digieran la corrupción. O hasta que dejen hablar en el latín macarrónico de los exorcistas de pandereta. In partibus infidelium, mientras, seguiré yo. Se ruegan oraciones.