Las cosas nunca suceden porque sí en este mundo formado por una invisible red de misteriosas relaciones. Lo del microcosmos y el macrocosmos y eso. Así que cuando regresó a las pantallas «Expediente X» supe que algo importante iba a suceder. Como es sabido, esa serie, y tantas otras, están patrocinadas por una Internacional Satánica de muy largo alcance. Yo antes no creía en estas cosas, pero desde que soy conseller de Transparencia he dado en creer en asuntos que antes ni imaginaba. Porque la verdad es esquiva, usted no la ve... pero está ahí dentro. Dentro de los cajones, por ejemplo. Eso, aquí, antes, lo sabían muchos, sólo que era de mal gusto decirlo. Incluso llegó un momento en que era de mal gusto pensarlo. Los tejemanejes quedaban entre ellos. Quizá dieran cuenta a sus confesores, porque de algo deben vivir los confesores, digo yo; aunque lo mismo ni eso, lo que vendría a explicar la escasez de confesores: se aburren y dimiten, se ve. Total que desde que soy conseller creo en todo, lo que es forma final de descreimiento. Si ellos tienen presunción de inocencia yo presumo de imaginar todo, sin límites. Es fácil demostrarlo: piense usted en algo que haya imaginado y no se haya cumplido. Otra cosa es que aún esté bajo secreto de sumario. Expediente X, la Historia más grande jamás contada, las brujas de Zugarramurdi y Nosferatu. Todo en una pieza.

Así que si usted se pregunta qué sentimos los consellers cuando nos amanecemos con otra noticia de corrupción ha de saber que a veces, muy pocas, los ecos nos habían llegado antes que las voces, porque estudiando papeles hasta el más tonto del lugar entiende que con una tacita aquí y otra allá alguien se hizo un desayuno de mil pares de narices. Así que, rojos y malpensados, deducimos: ¡otra! Y, claro, no tenemos pruebas y amamos como nosotros solos la presunción de inocencia y, ay, no seremos nosotros los que señalemos a nadie. Pero haberlos, haylos. ¡Y cuántos! A veces los indicios son tales que te vas a Fiscalía o pides a Intervención que le eche un ojo al agujero. No acusas a nadie. Por Dios, cómo habrías de hacerlo si este es el País con más inocentes por centímetro cuadrado. Pero piensas que lo mismo, dados los hechos evidentes, alguien tuvo que guardar las perricas desaparecidas, para que no se perdieran, quizá. Estas cosas las comentas en el trabajo como laicos confesores, amparados en el secreto de las honorables deliberaciones.

Pero la mayoría de ocasiones el asunto nos pilla desprevenidos porque cuando salta la investigación resulta que policía y fiscalía llevan meses o años investigando. O sea, que nos sentimos tan indignados como usted, por ejemplo. ¿Inmunizados? La verdad es que uno nunca se acostumbra a ciertas cosas, aunque, personalmente les confieso que he perdido la cuenta de los sumarios, de los imputados-investigados-procesados, de las ingeniosas denominaciones que a cada caso dan los cuerpos policiales y, en fin, de quién es quién en cada uno de ellos, ese sublime Olimpo del PP valenciano. Porque si estás es que eres o, al menos, que fuiste: nos están dejando los libros de Historia autonómica echos unos zorros, que de ahí se ve que en la Dipu de Alicante quieren hacer los suyos, aunque no sé si han caído de quién van a tener también que hablar. En fin, que la sensación creciente es que no me entero. Lo que es grave en un conseller de Transparencia. Conociendo al PP es más que probable que algún diputado, tras la lectura de estas líneas, pida mi comparecencia para que reluzca mi dejadez ignorante. Fácil es que exija, rugiente, mi dimisión. Por menos de esto he visto a dilectos parlamentarios del PP, compungidos por los daños que podemos infringir a la imagen de la CV, pedir la dimisión. Y como, imbéciles de nosotros, no podemos invocar la presunción de inocencia, estamos como desasistidos, fanés y descangayados.

Pero he aquí que en este furioso marasmo de las conciencias, en este abismo de la razón, surgen a veces algunas personas que renuevan mi interés por la política valenciana e inauguran fugaces periodos de poesía institucional. Dejaron de interesarme políticamente desde que se olvidaron de respetar su propia inteligencia. Pero, por ello mismo, me interesan humanamente. Sobre todo humanamente en cuanto que podrían abreviar algunos de sus sufrimientos pero perseveran en ellos como si su exhibicionismo, su Cuaresma vital, pudieran conducirnos al olvido y absolverles de algunas desgracias metajurídicas. Pues ya no es el Derecho lo que aquí está en juego, sino la capacidad, la elasticidad de una democracia de sobrevivir sin arrojar de su horizonte de algunos que fueron y deberían ya no-ser. Por doloroso que sea para ellos, sus partidarios y la ciudadanía en general. Estoy dispuestos a concederles la poca fe que de mi depende para olvidar sus horrores o, simplemente, sus errores. Es más, deseo que sólo cometieran errores. Pero lo que ya no está en la mano de nadie sensato es desear que Rita Barberá y Francisco Camps puedan seguir habitando en las más tenebrosas arrugas de la sospecha que en sus épocas de esplendor construyeron a su alrededor. Porque eso no pueden negarlo. Y de eso son moralmente culpables. Por lo que fueron y donde estuvieron es imposible que ignoraran, que nada apreciaran de los ríos turbulentos de los que bebieron criminales confesos, condenados varios, sospechosos vehementes, arrepentidos de opereta, sobrinitos, zaparrastros correveidiles y bufones palmeros que tanto dieron aquellas añadas y de los que, por cierto, también encontramos abundante rastro en cajones, armarios, nóminas y en la memoria oral que quedó flotando en las venerables paredes de las conselleries. La CV tiene derecho a la amnesia. Incluso al perdón. Lo que hace falta es que le dejen. En paz.

Pero Rita y Paco Camps -les asigno la denominación simpaticota de la que tanto usaron y abusaron- siguen aquí. Y es ahora donde invoco a un filósofo, Ockam, para que aporte su célebre artilugio mental, esa «navaja» tan útil que puede simplificarse diciendo que en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta. Dada la materia que nos ocupa, también puede socorrernos el principio de Sherlock Holmes que afirma que, descartadas todas las explicaciones por imposibles, lo que queda, por improbable que sea, es lo cierto. Se trata de saber, pues, qué les impulsa a ambos a seguir amarrados al duro banco de esta galera turquesa. Reivindicar su nombre no debe ser, pues cada paso que dan sólo sirve para hundirse más en la ciénaga. Por eso me parecen poéticamente reseñables, muy como de Baudelaire sin saberlo, o malditos a lo Rimbaud. Ellos, cuyo destino les ubicaba entre Núñez de Arce, Pemán y, si acaso, Llorente. Así de perra es la vida. A Rita la he visto en TV, entre su casa del alquiler y un escandalosamente humilde taxi, sacarse de quicio. Pero me suscitó lejanía, como si nosotros no fuéramos ya de su mundo. Otras líderes populares parecen tener parentesco con la niña del Exorcista. Rita, ya, ni eso. Habita un mundo paralelo y le basta. Lo de la rueda de prensa Camps es otra cosa. Y lo de la grabación de su entrevista con un periodista. Una vez supo qué era la realidad pero la realidad le pasó por encima. Quiero ser piadoso y manifestar, con todo convencimiento, que un marciano bromista controla sus actos y pensamientos. La verdad está ahí fuera.