Dicen quienes conocen la situación interna de la Universidad Católica de Valencia que la carta pública del cardenal Cañizares será «como quitarle la espoleta a la bomba» en medio de un polvorín. Que revela la «impotencia» de Cañizares ante una institución que no ha logrado controlar, y que tal vez sea el último intento por salir del «laberinto» en el que se halla.

Cañizares heredó la estructura de la Católica montada en 2003 por Agustín García-Gasco y perpetuada sin apenas modificaciones durante el lustro que Carlos Osoro dirigió el arzobispado. Pero pronto quiso abordar la transformación. En febrero de 2015 se enteró por Levante-EMV de los elevados sueldos del equipo directivo de la Universidad Católica. Sólo cuatro meses después, en junio, cambió al rector: José Alfredo Peris, que cobraba 138.000 euros brutos anuales según reveló este periódico al tener acceso a una nómina suya, dejaba su sitio y asumía el cargo Ignacio Sánchez Cámara, un hombre de la plena confianza de Cañizares, a quien había conocido en Roma como consejero de Educación de la embajada de España en Italia.

Los cambios continuaron. En diciembre, Cañizares nombró a su obispo auxiliar, Esteban Escudero, como nuevo vicecanciller de la Católica. Y en febrero acometió la remodelación del segundo escalón: cambió a todos los vicerrectores de la Católica. Sin dejar ni uno de la anterior etapa. Ahora tocaba el tercer escalón: los decanos de las facultades, muchos de los cuales atesoran más poder del que querría el nuevo equipo rector de la Católica. La decisión no es todavía oficial, pero algunas fuentes apuntan a que la noticia ya circula por los pasillos de la universidad. Las resistencias a perder poder y complementos salariales ya han aflorado. Cañizares ya ha movido ficha.