Situémonos por un momento en el reino del dolor. Un paciente confía en las buenas artes de su terapeuta y éste, incapaz de ofrecerle una solución (pero más aun de defraudarle) le administra con el debido protocolo científico un tratamiento de píldoras de azúcar (o de fútiles gotas de agua o de inocuo suero salino...). A no mucho tardar, el paciente afirma que su dolor ha remitido o incluso desaparecido. ¿Cómo fue posible? ¿Con qué principio activo pudieron curar la glucosa, el agua o la sal? ¿Qué resortes fisiológicos tocaron tan humildes moléculas?

Es el «efecto placebo», viejo como el tiempo y practicado como recurso por doctores ortodoxos y como modus operandi por chamanes y curanderos.

Pero no es lo mismo curar que aliviar el dolor. Ni siquiera es lo mismo aliviar el dolor que imprimir en el paciente el convencimiento de que tal cosa ha ocurrido. Cosa bien distinta son los síntomas (percepciones subjetivas del paciente) y las señales (parámetros objetivos detectables y medibles). El dolor, ámbito por excelencia de actuación del efecto placebo, es un síntoma pero no una señal, lo que sitúa su evaluación lejos del alcance del método científico tradicional.

Los primeros estudios profundos sobre el efecto placebo datan de mediados del siglo XX y apuntaban en la dirección de que éste podía aliviar síntomas pero no curar. De hecho, cuando el paciente descubre que está tomando un placebo la eficacia de este disminuye o desaparece. Hubo también investigadores que sostuvieron, sin embargo, que en determinados casos podían observarse mejoras objetivas y procesos de curación.

En las últimas décadas del siglo XX las pruebas en uno u otro sentido seguían sin ser concluyentes. Experimentos ingeniosos y bien traídos ponían de manifiesto que el efecto placebo era un hecho: pacientes que tomaban tres placebos al día afirmaban mejorar más que quienes tomaban sólo uno; incluso el mismo color de las píldoras era relevante.

El dolor como alerta

Pero, ¿qué es la respuesta placebo? ¿en qué casos podemos esperar verla en acción? Responderíamos a lo primero diciendo que se trata de un reajuste ágil de los mecanismos endógenos de que dispone el cuerpo para autorrepararse, curarse y restablecer el equilibrio perdido. En cuanto a lo segundo, siendo prudentes, podemos acordar que los placebos son útiles para aliviar el dolor o la depresión. Pero por más que tratemos de regatear, antes o después nos estrellaremos contra la pregunta clave en ciencia: ¿por qué?

Un proceso de convalecencia cursa con cuatro señales que la medicina clásica llama tumor, rubor, calor y dolor, y cuatro síntomas conocidos como «conductas de enfermedad»: letargo, apatía, pérdida de apetito e incremento de la sensibilidad al dolor. En conjunto, señales y síntomas forman la llamada «respuesta de fase aguda». Lo sorprendente es que estos eventos no son parte de la enfermedad.

Hoy sabemos que es el propio cuerpo el que los pone en marcha como parte esencial del proceso de recuperación. Y esto nos lleva a hablar del sistema inmunitario: los cuerpos y fuerzas de seguridad del organismo.

Dos ejércitos nos defienden: el sistema inmunitario innato (común a todos los animales) y el sistema inmunitario adquirido (propio de los vertebrados). El primero es el encargado de reconocer que el cuerpo está siendo agredido y se ocupa de cavar trincheras y levantar barricadas distinguiendo apenas entre bueno y malo para el organismo. El sistema inmunitario adquirido puede distinguir características específicas del atacante (típicamente bacterias) y ejecutar el contraataque salvador.

En este organigrama general, la ya mencionada respuesta de fase aguda sería la consecuencia visible de la puesta en marcha del sistema inmunitario innato. Y las evidencias científicas actuales parecen apuntar con claridad en la dirección de que aquí es donde opera el efecto placebo: interrumpiendo la respuesta de fase aguda.

Este modelo explica satisfactoriamente por qué las medicinas placebo sirven para combatir el dolor, la depresión o la inflamación pero no ofrecen ningún resultado ante patologías como el cáncer, la anemia o la misma gripe, dado que éstas, ya se manifiestan como tales cuando están plenamente dentro del ámbito de acción del sistema inmunitario adquirido. La magia de los placebos, su artimaña de interrumpir la respuesta de fase aguda, explicaría el escueto repertorio de casos clínicos que pueden ser abordados con su concurso.

¿Positivos?

Una cuestión colateral, aunque no menor, es si los placebos son deseables aún en aquellos casos en que funcionan debidamente. En efecto, una interrupción precipitada de la respuesta de fase aguda puede cortar la «conversación» química entre los sistemas inmunitarios innato y adquirido, dejándonos a merced de la enfermedad. Al fin y al cabo el dolor sirve de aviso: «Algo va mal y debe ser atendido», y desoír sus alarmas puede ser imprudente.

Por otra parte, no es menos cierto que con frecuencia la respuesta de fase aguda, y con ella el dolor, se prolongan más allá de lo necesario. Así que, como tantas veces, no existen el «siempre» ni el «nunca». Pero, ¿cómo puede el cerebro desencadenar el presunto aluvión de eventos físico-químicos que conducen al cese de la respuesta de fase aguda?

A día de hoy, no se conoce el lugar concreto del cerebro donde estos acontecimientos toman forma pero sí parece claro que entidades no tan anatómicas como psicológicas, como los «sentimientos» o las «creencias», conducen a una cadena de reacciones químicas que terminan con la liberación de opiáceos endógenos conocidos como endorfinas. Éstas entran en acción en las zonas específicas del organismo donde el mismo está siendo agredido y están vinculadas a la supresión de la respuesta de fase aguda.

Pero sólo ocurrirá si «creemos que ocurrirá». Casos muy llamativos serían el de la sanación por imposición de manos e incluso el de las falsas operaciones.

Con matices y notas al margen para cada caso, éste parece ser también el secreto de técnicas filomédicas como la aromaterapia, la homeopatía, la cromoterapia, incluso el psicoanálisis, demostradamente capaces de inducir potentes respuestas placebo.

Pero tampoco faltan experimentos y publicaciones que afirman que la homeopatía producen resultados positivos que superan lo esperable de un placebo. De nuevo el problema para cotejar conclusiones contradictorias procede de la extrema dificultad para diseñar y ejecutar experimentos sólidos que manejen debidamente los grupos de control, las técnicas de doble ciego, la clínica comparada, etcétera.

La homeopatía, sin embargo, se da de bruces con la primera ley de la farmacología (cuyo anhelo capital es crear medicinas eficaces que no tengan efectos secundarios). Ésta dice que todo fármaco tiene efectos secundarios, y cuanto más eficaz sea aquél, más potentes y potencialmente peligrosos deberían ser éstos.

Según los defensores de esta técnica, los preparados homeopáticos no tendrían ningún tipo de efecto secundario ni riesgo de sobredosis. O bien la primera ley de la farmacología es un mero ripio o, de ser cierta, caben dos opciones: que la solución homeopática sea capaz de curar (en cuyo caso debe tener efectos secundarios) o que no tenga el menor inconveniente (en cuyo caso debe ser perfectamente inútil en lo terapéutico).

Puede que futuros hallazgos terminen por demostrar sin dudas que el psicoanálisis o las píldoras homeopáticas no son más que simples placebos. Desde el punto de vista del paciente, cabe decir: «¿Y qué? ¿Qué me importa si resulta que me ayudan?». Si acaso, el problema ético o filosófico se traslada al investigador (divulgar o no un descubrimiento que arruina la necesaria ignorancia del paciente para que la respuesta placebo le ayude) y al terapeuta (dos pilares de su compromiso con el paciente: auxiliarle e informarle, se vuelven incompatibles).

O puede que nunca lleguemos a conocer todos los matices de esta peculiar comunicación entre mente y cuerpo, entre ciencia y creencia.