Dicen los vascos que la vida hay que vivirla «poliki poliki» (poco a poco). Y es el consejo que acompaña al viajero al introducirse en el mítico bosque de Irati: que no hay que apresurarse sino «caminar lentamente, ya que al único lugar al que tienes que llegar es a ti mismo». Frente al vertiginoso ritmo a golpe de reloj con el que la sociedad y nosotros mismos marcamos implacables nuestro día a día, se cuelan otras velocidades, otras formas de viajar y vivir el trayecto. Otros biorritmos, más tranquilos y en sintonía con nuestro entorno y lo que somos.

Disfrutar del camino y saborear cada pedalada en una aventura a lomos de la bicicleta entre el Cantábrico y el Mediterráneo es la gesta que completaron once valencianos en julio. Seis mujeres, tres hombres y dos menores han protagonizado esta peripecia, capitaneados por el «padre del cicloturismo de alforjas», el geógrafo Paco Tortosa. El viaje era una de las recompensas incluidas en el Verkami para editar la cuarta edición de «España en bici» de Edicions 96, considerada como la «biblia de las rutas en bici». Y cuya máxima es el «cicloturismo de alforjas sosegado, poético y sensual» no apto para «beteteros» deseosos de tragar kilómetros sin saborearlos.

Una hazaña apta para todos los públicos y para la que sólo se necesita ganas de pasarlo bien, una bici, el equipaje que quepa en las alforjas y la inseparable cesta de mimbre que acompaña los viajes de Tortosa junto a la poesía de Estellés, Martí i Pol o Papasseit. Y grabar a fuego en la mente el decálogo del viaje cicloturista: «la mejor manera de pensar en ti mismo es pensar en los que comparten el viaje contigo».

La nula atención que el transporte público ferroviario presta a la bicicleta obliga a los cicloviajeros a desplazarse con una furgoneta en la que, tras un arduo «tetris» muy ensayado, consiguen transportar diez bicicletas, diez cestas y 22 alforjas.

El viaje discurre por tres Pirineos, tres comunidades autónomas, dos países, cuatro lenguas, decenas de ríos „Llobregat, Ter, Noguera Pallaresa.... „cañones, «colls», puertos, pueblos y planicies. Desde la húmeda Bera de Bidasoa se abre al ciclista una puerta que muestra, como diría Raimon «tots els colors del verd» del Pirineo navarro con el mágico señorío de Bertiz, el valle de Baztán y el bosque de hayas de Irati como dueños y señores de un paisaje al que los valencianos recurren «para respirar», según los paisanos del lugar.

Aragón abre, poco a poco, una rendija al calor, que cae plomizo en julio, pero que se alivia con los riachuelos que surcan los alrededores de la preciosa Torla y el valle del Bujaruelo, y que ayudan a afrontar los puertos de Cotefablo y Fanlo y el espectacular Cañón de Añisclo.

El románico patrimonio de la Humanidad de la Vall de Boi-Taüll da la bienvenida, solemne, a una Cataluña diversa donde cabe todo: desde una ruta para tocar el cielo como la del Pla de Beret a Alòs d'Isil por el Montgarri o la subida al pequeño Tor, antigua zona de contrabandistas por su cercanía a Andorra; el «skyline» d'un Pedraforca imponente y más de 100 kilómetros de vía verde por el Carrilet hasta el Mediterráneo, ese que en Irún se veía todavía muy lejos.