­No es lo mismo decir los sin techo —tan plural y abstracto que es imposible de entender— que hablar de tres personas sin techo: José, Luis y Andrés. O mejor: el Sevi, el Luisito y el Cebeta. Viven en la calle, duermen en la calle, sufren en la calle y ríen en la calle. Están en un banco del jardín de Guillem de Castro, en Valencia, junto a una estatua de Cervantes. Esto no es Richard Gere con sus buenas intenciones para ayudar a la gente sin hogar y el photocall de glamour. Esto es la vida callejera de verdad. En parte, dan la razón al actor: son invisibles. «La mayoría ni te miran: pasan de largo como si tú no estuvieras. Y si te miran, a veces notas el desprecio en la mirada», dice el Luisito.

Delgado y todo nervio, ha perdido la cuenta de los años que lleva en la calle y no parece con ganas de hacer memoria. Más interesado está en ir a por cigarrillos de 15 céntimos. O de denunciar aquel día que le impusieron una multa de 268 euros por cruzar la calle sin pasar por el paso de cebra. O la sanción de 300 euros por beber en la vía pública una lata de cerveza. O el día que un agente le interrumpió mientras orinaba en un jardín para multarlo con 300 euros. O las veces que alguien del vecindario ha llamado a la policía porque su perro, Coco, ladra.

A su lado, con estoicismo y mirada sabia, escucha José, el Sevi. «Hay veces que somos demasiado visibles: molestamos, incomodamos, nos miran mal, llaman a la policía por cualquier cosa. Los perros de los vecinos de clase media no molestan, el tuyo sí», dice. Tiene 50 años, vino de Sevilla y lleva veinte años en la calle. Nunca ha ido a ningún centro de ayuda a sin techo. Ni a dormir ni a comer. «No creo en ellos: he visto a muchos que salen igual o peor y no quiero amoldarme a reglas. Prefiero buscarme la vida por mi cuenta», dice.

Como sus otros colegas de banco, no recibe ninguna prestación. Pero no necesita más de diez euros para pasar el día. Alguien que le ayuda, alguien a quien pide, algún dinero que se saca de tarde en tarde. «Cuando te acostumbras a vivir en la calle —cuenta— ya es muy difícil salir de aquí. Porque te das cuenta de que sabes vivir así, que te buscas la vida. Así van pasando los años y tú no te enteras, pero te has hecho viejo. Y ya llevamos mucho tiempo en la calle; yo creo que demasiado».

Él lo admite: le gusta el alcohol, y lo dice con la litrona a mano. No le importan las malas miradas por vivir en la calle. «Yo también fui una persona normal y sé lo que se piensa estando en la otra parte. Pero yo tengo que vivir yo, no con lo piensen los demás de mí», añade.

A su lado observa y parlotea Andrés, el Cebeta, nacido y criado en el barrio. Ha pasado temporadas en prisión. A veces algunos años, a veces estancias de 80 días por naderías. Nunca ha trabajado de forma reglada y sabe que a veces se pasa con la cazalla. Lleva casi cuatro años sin documentación alguna. Dice que esta vida no es fácil, que la gente ni se lo imagina. Suelen dormir en pequeños grupos para estar más protegidos. La aporofobia —odio al indigente— asusta. Pero no engañan: la mayoría de veces las broncas y peleas son entre la propia gente sin techo. Y la policía, indican, «ha aflojado un poco desde hace un par de años». Su reivindicación es algo tan simple como urinarios públicos y gratuitos.

Psicología callejera

Luisito, que ya ha regresado con los cigarrillos de quince céntimos, interviene. Un día topó con alguien que pagaba con tarjeta de crédito en un bar. Recuerda que le dijo lo siguiente: «Prueba tú a vivir en la calle a ver si te atreves. Prueba a buscarte la vida para desayunar, almorzar, comer, cenar y conseguir la bebida alcohólica que necesites. A ver cómo te las inventas, sin hacer daño a nadie, para aguantar y sobrevivir. ¡No duras ni un día!», zanja Luis, de 51 años. «Porque esto no es una película, como lo de Richard Gere. Las películas son ficción. Y la realidad siempre supera la ficción», aclara.

Uno les dice que parecen filósofos. José responde que no. Que es más bien psicología callejera. Saber a quién pedir ayuda o cuándo asoma a tu alrededor la oportunidad para sacar algo y poder seguir adelante. ¿Con el objetivo de dejar atrás la calle? El Luisito responde como una ráfaga: «No, yo me quedo aquí. Soy callejero, ya me he acostumbrado. Y nadie me cambiará». La charla acaba. «Aquí tenéis a unos amigos y vuestra casa», se despide el Sevi mirando al banco.