Nada es más satisfactorio, en estos tiempos de cruel incertidumbre, que encontrar un cuño con el que distinguir a un político, a un partido. Y no digamos a un Gobierno. Dícese, así, de aquél en el que me honro en pertenecer, que hemos caído en el victimismo. La acusación es curiosa en una época que glorifica a las víctimas, sujetos seguros porque su sacrificio les ha depurado de sus posibles defectos. Nosotros, el Consell, no seríamos, sin embargo, en boca de la oposición y en las voces de muchos periodistas, puras víctimas, sino, victimistas sin sacrificio, aficionados a la queja y a la lágrima de manera irrazonable, injustificada. Quizá en esas críticas anide algo de razón. La misma razón que podría buscarse cuando a cualquier Gobierno se le acusa de victimismo, que aquí, cualquiera, pasa una noche oscura del alma y se queja, se autovictimiza. ¿No lloraron hasta anegar los campos Alperi, Fabra, Camps o Barberá cuando se les dirigieron críticas por un quítame allá unos amiguitos del alma? Pero ya sabemos que la memoria es tan floja como barata. Y además, qué caray, no seré yo quien se ampare en estos recuerdos. La cosa es más sencilla: nos quejamos porque nos duele.

Y entonces hay quien dice: ¿pero es que no lo sabíais? Y es una pregunta pertinente. Lo que es impertinente es la situación encontrada, que por más prevista que estuviese en sus rasgos generales, alcanza unos niveles de gravedad que nadie podía imaginar. ¡Ni el propio PP! Porque la maraña de altas corrupciones, corruptelas de baja intensidad, despilfarro, amiguismo, nepotismo y malos hábitos incrustados en las claves de bóveda de la cultura política dominante, era de tal calibre que sólo admite una definición: caos, un desorden esencial para que algunos pudieran hacer negocios -el caos es sombrío, oscuro- en un régimen entregado a la entropía. Invito a cualquier periodista de investigación a que venga con la mente abierta y en una semana le proporcionaremos noticia de no menos de mil disfunciones intolerables en cualquier gobierno moderno y democrático. O sea, que esperábamos un purgatorio pero nos hemos encontrado con un infierno. Ya ve usted: me deslizo al victimismo. ¿Pero habré de silenciarlo en aras de una corrección política que dicten los culpables de la situación o los que les sirvieron de palmeros por activa o por pasiva?

Pero dejemos eso, que últimamente la acusación de victimismo se ciñe a algo más concreto: a la falta de financiación, o, por mejor decir, al recordatorio sobre la necesidad de una financiación justa, y justa no sólo para la Comunitat Valenciana, sino para todo el Estado. Los datos se acumulan y nos atropellan. Valgan un par: 1) Nuestra financiación por habitante -usted, yo- en 2014 fue de 477 euros menos que la media española; y la renta per cápita en 2015 fue de 20.586 euros, mientras que la media se situó en 22.780. 2) Somos la única Comunidad con una renta por habitante inferior a la media que recibe menos de lo que aporta. Eso significa que la capacidad inversora, de prestación de servicios públicos y de modernización de estructuras económicas o administrativas se reduce presupuesto tras presupuesto -y no hablemos ahora de los fondillos de gúrteles, imelsas, ciegsas, brugales, viajes papales y esas fruslerías-. Todo ello, además, incrementa la deuda: unos 47.000 millones de euros de hipoteca para el futuro. Y, en fin, nos convierte en víctimas -sí: víctimas- de insultos a nuestra dignidad por el chantaje del Gobierno del PP, eternamente en funciones pero muy activo para la extorsión posible del oponente, en especial cuando olvida que la atención a los más desfavorecidos ha caído brutalmente con la crisis, pero se mantiene en niveles aceptables gracias al esfuerzo „por desigual que sea„ de las comunidades autónomas.

El PP ha aceptado sumarse a las críticas al modelo de financiación.? cuando pasaron a la oposición. Pero persisten en sus ataques al Consell cuando nos «victimizamos» al recordar estos asuntos, tan poco elegantes. O sea, que bien está votar con la mano pequeña una resolución para que nadie les pueda acusar de ofrendar nuevas glorias a España con los bolsillos vacíos, pero, luego, su acción cotidiana es contradictoria con lo votado: quiere los efectos sin abordar las causas. Y, sin embargo, en el último año va creciendo la convicción de que este es un asunto de todos -«Financiación para todos» es un eslogan bastante plausible- y se multiplican las iniciativas empresariales, sindicales, asociativas o universitarias en demanda de esa financiación justa. El PP también acude, aunque disfrazado de pálido y molestado espectro. En este país tan dado a banderías y tan discutidor de su esencia y símbolos, el fenómeno debe ser tenido en cuenta. Aparece la conciencia de que la Comunitat Valenciana debe dejar de ser un problema para sí misma y pasar a ser un problema para los que tienen la bolsa y la llave. Las instituciones valencianas han dado pasos para poner en marcha la movilización. Pero nos equivocaríamos si pretendiéramos ejercer un liderazgo basado en algún tipo de ortodoxia ideológica o, peor, en la manipulación cortoplacista del fenómeno. Debemos dejar puertas abiertas a que la sociedad civil encuentre sus propias vías de reivindicación.

Y es que somos victimistas porque, sí, hay víctimas concretas: los dependientes, los enfermos actuales o futuros, los jubilados, las clases medias, los parados, los trabajadores pobres, los jóvenes desesperanzados; y la cultura, las comunicaciones, las Universidades públicas, la envejecida administración pública, las ciudades, el turismo, el medio ambiente. Una buena financiación no es la panacea. Una buena financiación puede ser mal gestionada. Pero una mala financiación, por injusta, es una condenación del futuro y, siempre, conduce a una pésima gestión de los recursos públicos. Así que cada vez que alguien nos acuse de victimismo que antes reflexione, no vaya a ser que él también sea una víctima. Si llega a la conclusión de no serlo que lo explique. Y si pese a pensar que lo es nos sigue acusando, pues, nada, que relea el titulo del artículo.