1. Reyes reciclados. Los niños del cuento feliz vienen con un pan bajo el brazo. Ibu, un niño feliz pero no de cuento, llegó al mundo en diciembre de 2008 y con él no venía el pan, sino una crisis arrolladora. Una crisis que sólo dos meses después del parto abocó al cierre a la constructora en la que trabajaba su madre como encargada de obra. El despido marcó el inicio a seis duros años de paro. Lucía Cuesta es madre soltera de un niño de siete años. El paro se le ha agotado, está esperando a que le concedan el subsidio de 400 euros, y tiene una discapacidad sin prestación asociada. «El completo», ironiza. A la pregunta de cómo se las apaña, suelta una lista que va desasosegando al interlocutor.

—Nunca me tomo un café o una cerveza. En vez de dos barras de pan compro una. Una amiga que recibe cheques para la infancia me pasa alguno cuando estoy apurada. Llevo cuatro años sin saber lo que es ir a comer fuera de casa. No me gusta, pero nunca me podría permitir fumar ni beber. No me he comprado ropa desde que nació mi hijo. A él nunca le he comprado ropa: siempre va de prestado con lo que me pasa una amiga con hijos mayores. Su mochila se la compré en una tienda de segunda mano, y sus libros son del banco de libros del colegio. Del teléfono pago la tarifa mínima. En invierno tiro de mantas para no gastar luz. Nos duchamos los dos juntos para ahorrar agua. Acumulo los platos sucios de dos días, porque así se desperdician menos litros. Aunque tampoco hay mucho que fregar: el niño va a mediodía al comedor escolar y por la noche yo no ceno para que él cene bien. Además, Ibu juega en un equipo de rugby y yo, a cambio, hago labores en el club, de delegada o de lo que haga falta, para que mi hijo pueda hacer deporte sin pagar.

La retahíla impacta. Al oír que es valiente, ella lo niega y disuade de más elogios. «Es lo que hay». El padre se fue al extranjero y no envía dinero para la crianza. Eso no le preocupa a Lucía, de 44 años. «El niño tiene todo lo que necesita, no lo que quiere. Querría una bicicleta de rueda ancha. Querría ir a Port Aventura, tener una Play con videojuegos, una tableta o una televisión grande y no la nuestra, de 19 pulgadas y con culo. Pero sabe que nuestra economía es así. Que los Reyes Magos vienen reciclados: alguien nos da sus juguetes retirados. Ibu es consciente de lo que hay», explica.

Como voz de las familias monoparentales, su principal reivindicación se dirige al reto laboral porque la conciliación es imposible. «Si te pides una reducción de jornada y cobras 650 euros, sufrirás una reducción salarial con la que será imposible llegar a fin de mes», lamenta. Luego, añade, está muy mal visto por las empresas ser madre monomarental y no hay bonificaciones por contratarlas.

Si le preguntas qué echa de menos por culpa de las estrecheces económicas, responde enseguida. Por sus siete hernias discales le gustaría poderse pagar algún masaje o ir a natación. Pero no puede. Se conforma con hacer ejercicios respiratorios. Antes de despedirse confiesa cómo es posible seguir adelante de este modo. «Si te paras a pensar, te hundes. Y los niños no nos pueden ver hundidas».

2. Segunda posguerra. Cuando sólo tenía catorce años, su madre tuvo que autorizarla para firmar su primer contrato laboral. No se jubiló hasta los 64 como limpiadora. «Toda la vida trabajando», resume Aurora sin más que añadir. Ahora tiene 70 años. Cobra una pensión de 700 euros, otros 300 por la viudedad, y arrastra un problema gigante que atribula su existencia. Una historia desagradable.

Con algo más de cincuenta años se compró un piso de segunda mano en Valencia. Hizo una hipoteca modesta que pensaba dejar pagada en 2024. Su hijo, ahora con 35 años, vivía con ella. Perdió el empleo y engrosó el paro. Un conocido le prometió trabajo si le compraba el coche, que necesitaba para ir al tajo. El coche valía 4.000 euros. Buscaron un prestamista para pagarlo. La empresa les dio un crédito de 25.000 euros (no querían prestar menos cantidad) y pusieron la vivienda como aval. El coche lo compraron, pero el trabajo de su hijo no salió. Aurora seguía cobrando la misma pensión pero ahora, en vez de pagar 150 euros de hipoteca, le tocaba abonar 450. «Me quedé colgada del prestamista. Sin trabajar mi hijo, ya no podía costear agua, luz, gas, comida, vestimenta y los 450 euros cada mes, más otros cien euros mensuales que nos quita Hacienda por una multa. Si pagas, no comes. Y si comes, no pagas», sentencia.

Hace dos años que no paga al prestamista. Están a punto de iniciar los trámites para quitarle la vivienda. Ya está inmersa en proceso judicial y no le dan un abogado de oficio: se pasa cien euros del tope de ingresos para tener derecho a asistencia legal gratuita.

Aurora se ha enrolado en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Su tono, con 70 años, es combativo. «A mí no me importa que esta casa se la queden los buitres. Pero que nos den un alquiler social. Porque esto es intolerable. Yo pasé una posguerra y ahora estoy viviendo otra. Que no se pueda pagar la luz o el agua no es propio de una democracia. Esto es una dictadura sin Franco. ¿Qué hemos adelantado?», se pregunta. Ella, que ha ido a bancos de alimentos y que ha perdido cinco kilos en poco tiempo por el hambre y por los nervios, pide al periodista que le cambie el nombre y su rostro no aparezca. Tiene otras dos hijas que no conocen la magnitud del desastre. Y para evitar males mayores, prefiere que siga siendo así.

3. Adiós a lo superfluo. Si un hijo fuera una carga económica, José Manuel y Maribel tendrían diez cargas: Manuel, María, Juan, Guillermo José, Ana Alegría, Isabel María, José María, Miguel María, Álex y Jesús María. El mayor tiene 21; el pequeño, cinco. Son los hijos del matrimonio: nueve, más el acogimiento permanente de Álex, un niño con síndrome de Down tutelado por los servicios sociales desde su nacimiento y que José Manuel y Maribel acogieron en su casa. Pero ellos nunca han asociado las palabras hijo y carga.

José Manuel Genovés precisa que no tienen dificultades económicas. Su mujer es médico sin plaza en propiedad. Él es profesor universitario en la UCH-CEU. Pero la clave no está en los ingresos, sino en los gastos del hogar. «Hay que saber priorizar. Siempre hay dinero para las cosas importantes. Para lo secundario hay dinero si es posible y positivo. Para lo superfluo o negativo nunca hay dinero», sintetiza.

Los ejemplos son ilustrativos. Dice que su teléfono móvil tiene más de un lustro y le gustaría otro más moderno que no se bloqueara de vez en cuando. Dice que le gustaría cambiarse la furgoneta familiar, con doce años y abolladuras con solera. Cuenta que le encanta navegar y que siempre le hizo ilusión tener un barco. O irse de vacaciones a París. No tiene el móvil del anuncio, ni furgoneta con olor a nuevo, y el barco de sus sueños queda tan lejos como París. «Pero en vez de eso tenemos una familia muy numerosa», destaca.

José Manuel viene de reparar la olla exprés. Hace hincapié en ese detalle. Hay que arreglar lo que se estropea y no dilapidar en deseos ya asumidos. «Mis hijos no tienen ni videoconsola ni tabletas. Eso sí: tienen un montón de libros en casa y se pasan la tarde leyendo, como cuando no había aparatos electrónicos», cuenta.

No se atreve a juzgar el argumento de las familias que no quieren más hijos por el gasto que suponen. Sólo esboza una reflexión: «Conozco a algunos matrimonios con muy pocos ingresos y que tienen muchos hijos. Que sufren dificultades para llegar a fin de mes. Pero ninguno de ellos está arrepentido de los hijos que tienen». Aparte de priorizar, reciclar y esquivar caprichos, el orden es otra pauta indispensable. En su casa nadie elige el menú. «No se come a la carta. Todo el mundo come lo mismo. Es más práctico y barato», explica.

La compra, una gigante cada quince días, se nutre de marcas blancas y deja fuera lo gourmet. Salen a comer o a cenar todos juntos una, dos o tres veces al año. Eso tiene sus ventajas. «Los niños luego las recuerdan como hitos fundantes, como cuando hemos ido de viaje con la furgoneta. Como son ocasiones excepcionales, se valoran más».

4. El superhéroe sin habla. Todo es relativo. Un callo es sólo un callo; pero es «tu» callo si no tienes mayor zozobra. La metáfora es de Beatriz González, policía afincada en Torrent. Ella no tiene un callo. Ella tiene un niño de ocho años con una discapacidad que los médicos todavía no han podido diagnosticar.

El pequeño Pablo era un niño sano y normal hasta los cinco años. Pero tras una fiebre muy alta perdió la movilidad y el habla. Tiene una zona del cerebro dañada: no tiene autonomía, no se mueve, no habla. Beatriz está sola con Pablo (se había separado antes de la enfermedad) y con María, una niña de tres años que tuvo como madre en solitario porque Pablo pedía una hermana. A los seis meses de embarazo ocurrió la enfermedad de Pablo.

Fue un golpe durísimo. Por supuesto, en la salud. Pero también en lo económico. «Los 20.000 euros que tenía ahorrados los gasté en poco tiempo en terapias para Pablo», dice. El sueldo de su trabajo, y el dinero y la ayuda que le prestan su exmarido Juan y su pareja Eva, daba para salir adelante en el hogar. ¿Pero cómo llega entonces a final de mes una persona que necesita 2.000 euros al mes para pagar las terapias de Pablo, que asiste a logopedia, estimulación, neuropsicología, therasuit, fisioterapia, piscina y equinoterapia a 40 euros la hora? La respuesta es sorprendente: gracias a la solidaridad.

Entre la prestación de la dependencia y la de hijo a cargo, Beatriz ingresa poco más de 400 euros al mes. Pero a través de la red de solidaridad que se ha generado en torno a Pablo consigue pagar sus terapias. Si no, sería imposible. «Superhéroe de ojos verdes» es la plataforma que en las redes sociales se ha volcado con el pequeño de mirada hipnótica. Calendarios, tazas, pulseras, llaveros, donativos, torneos de fútbol benéficos… Hasta a Tailandia, a un tratamiento con células madre, ha viajado Beatriz gracias a la solidaridad de gente anónima. El día que falle la solidaridad, el final de mes será implacable. Una guadaña económica. Pero la madre coraje no piensa en eso. Lo que de verdad le preocupa es otra cosa: «Cuando él sufre dolores y tú no puedes ayudarle es insoportable. Ver sufrir a un hijo es horrible».

A veces es durísimo llegar a fin de mes. Otras veces es poco más que un callo: molesto pero insignificante.