Majadear, repegar, rabotear, guardar, señalar. Todo lo aprendió Rubén Valín de su abuelo, pastor trashumante de una estirpe con varias generaciones entregadas al oficio de bajar y subir ganado para esquivar el frío y encontrar los pastos. Hoy, con 36 años, barba recortada, zapatillas de marca y iPhone en el bolsillo, Rubén ha tomado el relevo. Ha vuelto al redil por el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, que lo devolvió a la trashumancia después de haberse dedicado al ladrillo desde los 16 a los 24 años.

Era un mochuelo de cuatro años la primera vez que bajó a pie con el ganado: desde Correcillas, al norte de León, hasta Brozas, cerca de Cáceres. Tres jornadas a pie, un viaje en tren con el rebaño, y otros tres o cuatro días andando. «La libertad»: así resume aquel recuerdo infantil. Ahora ya no es tan idílico. En el Congreso Internacional sobre Trashumancia en el Mediterráneo que ha albergado la Universidad Católica de Valencia, con decenas de ponencias, Rubén tira de realismo: «No sé cuánto tiempo más duraré en la ganadería. Nuestra problemática ya es enorme. No sé hasta cuándo podremos dedicarnos a esto».

Rubén Valín es el secretario de la Asociación Ibérica de Pastores Trashumantes. Tiene 450 ovejas, cien cabras y treinta yeguas de vientre hispano-bretonas. Con el ovino hace una trashumancia de siete días y vive lejos de casa de otoño a primavera. Él, que rompe el estereotipo de los antiguos pastores trashumantes, pone el dedo en la llaga: ya no encajan en el molde del sistema actual.

«En este mundo globalizado predomina lo intensivo por encima de lo extensivo. No sé cuándo pasarán factura las consecuencias de querer urbanizarlo todo, hasta lo rural o lo ganadero. Nos han hecho urbanos siendo rurales. Y eso es un error», opina.

Lo mismo ha pasado con el ganado. Las granjas intensivas, estantes en un sitio fijo y sin el movimiento trashumante, son como megalópolis de ovejas. «Allí están expuestos al mismo estrés que el de las ciudades: a las ocho de la mañana salen en fila y las ordeñan en sus puestos, a las nueve y media acaban, a las diez desayunan, a las once salen a estirar las piernas? Es intensificación pura y dura. Es lo que nos han vendido a todos los niveles. Vivimos -continúa Rubén- en un mundo en el que si no eres industrial no eres productivo. Fíjate: mi abuelo siempre dijo que un hombre que trabajaba nunca se arruinaría. Pero al final de su vida ya añadió que empezaba a pensar lo contrario. Que quien trabaja en lo que sabe hacer, en nuestro caso, se va arruinando. Y así es: el 60 % de nuestra renta viene dada por la Política Agraria Común», sentencia en esta arenga anticapitalista disfrazada de trashumancia.

Ancestros globalizados

A Rubén le molestan ciertos tópicos asociados a los trashumantes. Sucios, ganaduros, explotadores del rebaño. Nada de eso. «Antiguamente, los trashumantes eran personas muy cultas porque al moverse conocían otras formas de gastronomía, otros oficios, otras lenguas. Eso les daba una visión más amplia del mundo, mucho más globalizada que al resto de las capas rurales. A mí -replica- la trashumancia me ha hecho mejor persona: por las formas de vida diferentes que he visto, y por las enseñanzas de los animales, de los que aprendes una forma de vida mucho más relajada».

Los trashumantes han reclamado en el congreso de Valencia una ley de pastos que facilite su oficio y normas homogéneas en todas las comunidades autónomas. Buscan suprimir obstáculos con la burocracia en sus desplazamientos: médico, colegio para los hijos, pastos. Quieren preocuparse sólo de lo suyo: majadear, rabotear, guardar. Y seguir desafiando al sistema.