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Entrevista

Al servicio de la Madre Rusia

Ramón Congost, cónsul de Moscú en Valencia, conocía al embajador ruso asesinado en Turquía y ha sufrido la entrada de activistas a su sede por la guerra siria

Al servicio de la Madre Rusia

«Acojona». Esa es la sensación que uno tiene cuando entra en la zona más noble del Kremlin, corazón histórico y político de la Madre Rusia. Cuando admira el poderío de la sala de diamantes. Cuando se topa con las enormes puertas doradas del salón de San Jorge tras haber sentido temblar el suelo de la plaza roja de Moscú en un desfile militar del antiguo Ejército Rojo. La descripción, tan llana como franca, es de Ramón Congost, cónsul honorario de Rusia en Valencia y un hombre que no ha parado de reinventarse a sí mismo como la propia patria que en un siglo ha pasado de los zares a los bolcheviques; del estalinismo soviético a la perestroika y la resaca postcomunista; de la terapia de choque liberalizadora de Yeltsin al renacimiento del nacionalismo ruso bajo las alas del putinismo.

Es un hombre que conocía al embajador ruso en Turquía, Andréi Kárlov, asesinado hace unas semanas por un pistolero que clamó venganza por Alepo al dispararle. «Una gran provocación«, deplora. Un cónsul que ha sufrido la entrada en el consulado de la Avenida de Aragón de un grupo de activistas antimilitaristas, con monos y cascos blancos, que derramaron escombros como protesta ante el papel de Rusia en el conflicto sirio. Un diplomático honorífico acostumbrado ya a las manifestaciones ante la puerta del consulado, ya sea por Ucrania o por Alepo.

Hijo de un trabajador de Hidroeléctrica Española que se llevaba a la familia de pantano en pantano, Ramón nació en Ribesalbes (la Plana Baixa), se crió en la Nucia (la Marina Baixa) y tras un periplo por Extremadura, Madrid, el Picazo o Archena, a los 17 años se instaló en Valencia capital. «Paco Camps me dijo que podía ser un buen político porque representaba la vertebración de la Comunitat Valenciana», recuerda.

Estudió la carrera de aparejador en Barcelona. Pronto montó una empresa de construcción. «Gané dinero y me arruiné. Crisis que venía, crisis que me arrollaba», recuerda. Luego se reinventó. Era el momento en que el casco antiguo de Valencia estaba en plena reconversión. «Estaba deshecho: allí no entraba ni la policía», dice. Participó junto con un grupo de arquitectos en la definición urbanística de los barrios del centro. Luego, de la mano de Carlos Manglano (exdiputado de Alianza Popular), montó en 1994 la empresa de rehabilitación arquitectónica Centro Histórico. «Reformamos 160 ó 180 viviendas del centro. Se hizo una gran labor y eso contribuyó a que se revalorizara el centro histórico», apunta.

La enseñanza del padre

El desembarco del PP en la Generalitat Valenciana le trajo un cargo que ni quería ni buscaba, dice. «Diego Such y Eduardo Zaplana, en una comida, me ofrecieron presidir el Instituto Tecnológico de la Construcción (Aidico). Era un desastre: con cincuenta millones de pesetas de deuda, sin trabajo, sin objetivos. Y yo, que estuve 22 años al frente, lo llevé a los 200 empleados, al reconocimiento internacional, a una facturación de hasta 14 millones anuales», sostiene. Y a algo más que no soslaya: un «cataclismo» final en el que todo se fue «a fer punyetes».

Aidico presentó concurso de acreedores y cerró, contra la voluntad de Ramón Congost. Él, como muchos otros, acabó en los juzgados. De una causa (la quiebra de la entidad en plena crisis inmobiliaria) salió eximido de toda responsabilidad, igual que de la construcción de una controvertida guardería para los hijos del personal del Parque Tecnológico. De la otra causa (un supuesto desvío de fondos europeos que debían financiar la construcción y el equipamiento tecnológico del futuro Instituto Tecnológico del Mármol en Novelda) sigue imputado junto a otros dirigentes.

Él está, dice, muy tranquilo. «Todos admiten que nadie se ha llevado un duro, eso está claro. No han encontrado nada, ni una cerveza de más. Fuimos supermeticulosos. Pero ese dinero de la subvención tuvimos que emplearlo para pagar deuda bancaria, las nóminas de los trabajadores y la deuda a la Seguridad Social. Había seis años de margen para construir el edificio. Pero no quisieron ayudarnos», lamenta.

Sus abogados han solicitado el sobreseimiento de la causa. El juez todavía no ha resuelto. «Me ha quedado la pena de que, sabiendo que era viable como demostraban dos estudios, echaran a perder Aidico. Es como un padre que ve morir a su hijo». Poco después volverá a hablar de padres. De su padre. Y de la lección que le enseñó: «En la vida hay que tener el dinero suficiente, ni más ni menos, para no tener que estar pensando en el dinero».

Un sobre con 15.000 dólares

La etapa rusa de Ramón Congost es más atractiva si no se empieza por el principio, sino por el día en que un hombre entró a su despacho del consulado con un sobre de 15.000 dólares para entregárselo. Estaba agradecido con el cónsul que había recogido a su hijo en Benicàssim el día que, haciendo balconing, saltó a la piscina y quedó parapléjico.

El chico, de veintipocos, pasó varios meses hospitalizado en La Fe de Valencia. «Me preocupé de todo: de los traslados, de localizar a la novia y a los padres, de que estuviera atendido a la perfección». Aquel sobre con dinero del padre dolido y agradecido no lo cogió. «Le dije que lo entregara, de mi parte, a una fundación moscovita que atiende a niños con cáncer en fase terminal con la que colaboramos y a la que entregamos el dinero que conseguimos recaudar», relata.

A través de Aidico, él trajo a siete u ocho estudiantes rusos de la universidad de Vorónezh. Despertó los recelos del Centro Nacional de Inteligencia. Temían los chavales fueran espías rusos. Las relaciones comerciales con Rusia desde Aidico le acercaron a los rusos. El entonces embajador en España lo conoció y le echó el ojo. Le pidió que se presentara a cónsul honorario. Solo había cónsules en Burgos, Sevilla, Tenerife, Andorra; el consulado general de Barcelona y la embajada en Madrid. Y en 2013, como acredita el carné que saca presto de su cartera, se convirtió en el primer cónsul honorario de Rusia en la Comunitat Valenciana.

Al contarlo, señala un documento enmarcado en la pared. Es su nombramiento como profesor honorífico de la Universidad de Vorónezh. «Eso tiene un prestigio enorme en Rusia porque todas las universidades están confederadas. Si eres honorífico en una, lo eres en todas», advierte.

Repatriaciones y visitas a cárcel

Su misión, recalca, es «ayudar a los ciudadanos rusos en todo cuanto se pueda dentro de las leyes españolas, y fomentar el comercio y las relaciones culturales o deportivas entre Rusia y la Comunitat Valenciana». También hay peajes: repatriar cadáveres, gestionar ante detenciones policiales o ir a visitar a los siete rusos encarcelados ahora mismo en prisiones valencianas.

Los habitantes rusos en la Comunitat Valenciana rozan los 20.000. «¡La mitad de la Patacona es rusa, buena parte de Torrevieja es rusa!», exclama. El turismo ha también dado un salto enorme. En 2009 rondaba los 10.000 visitantes anuales. En 2015, según un informe reciente de la Generalitat, visitaron la Comunitat Valenciana 131.748 turistas rusos, que gastaron un total de 227,2 millones de euros. Ya es su segundo destino turístico en España, por delante de Canarias y a la zaga de Cataluña. «El ruso que viene aquí es gastador, fanfarronet. Le gusta el reloj caro y el marisco más exquisito», dice entre risas. También está contento por la línea aérea abierta en junio entre Moscú y Valencia con un vuelo diario operado por Aeroflot.

En su despacho, un escudo muestra el águila imperial de dos cabezas. Ecos de grandeza. Y de gobierno férreo. «Se critica que en Rusia hay un Gobierno muy controlador. ¡Pero es que no podría ser de otra manera para gobernar un país tan grande, con 123 lenguas, con siete husos horarios, con tanta diversidad! Si no fuera así, ya no existiría Rusia, se habría disgregado», augura el cónsul. Congost se permite otra valoración política. «Putin ha devuelto al pueblo ruso el orgullo de ser ruso. Le ha recordado que Rusia puede plantarle cara a Estados Unidos y a todo quisque». El adjetivo «acojonado» vuelve a impregnar el ambiente.

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