Eran los chicos de la última fila de clase: el primer pozo simbólico cuando uno es pequeño.

Todos se sentaban en la última fila: Armando, Andrés, Juanjo y Andrea. Tal vez solo conozca sus implicaciones quien ocupó ese puesto trasero. Un día, solo tenía doce años, Armando se cansó de ese rol, de esa etiqueta con culpas repartidas. Quiso cambiar. «Estaba hasta los cojones de ser el malo. Quería hacerles ver que no lo era», dice. Y pasó de la última a la primera fila del aula. Entró la profesora y lo vio allí, sentado en el sitio de los aplicados. «Me dijo que si yo estaba en primera fila, ella se iba al final para dar la clase. Y así lo hizo». Armando entonces volvió a su puesto «natural» para estar cerca de la profesora, pero en ese mismo instante ella se marchó al otro extremo. Hiciera lo que hiciera, siempre quedaba Armando en la última fila. «Cuando hizo eso, me levanté y me fui de clase. Eso era un desprecio».

Armando repitió primero de ESO, también repitió segundo. Abandonó la secundaria sin acabarla. Es lo que el sistema juzga como fracaso escolar, el paso previo a convertir en posible carne de cañón para el sistema a jóvenes que se hallan en un limbo: que no estudian, que no trabajan, que no tienen formación, que tienen pocas opciones de un empleo y que sobre ellos se cierne el fantasma de la exclusión social. ¿Pero de quién es el fracaso? «Es el sistema el que ha fracasado con estos alumnos: no ha sabido darles respuesta ni encontrar qué talentos tienen. Es como si los hospitales expulsaran a los enfermos. Deben recuperar la confianza en sí mismos; tener una motivación, una meta», reflexiona Jesús Martí, secretario general del Institut Valencià de la Joventut (IVAJ).

Ahora, la Conselleria de Igualtat ha promovido un nuevo programa para rescatar del limbo en el que se hallan miles de jóvenes valencianos de entre 16 y 21 años que han abandonado los estudios sin completar el bachillerato ni la Formación Profesional. La novedad está en el enfoque: no es solo una cuestión laboral. Pedagogos y monitores con una amplia experiencia en el coaching educativo se encerrarán con ellos durante dos meses para que reflexionen sobre su proyecto de vida. Con el objetivo de que abandonen ese punto de inflexión entre la apatía, el hastío, la falta de oportunidades, la desmotivación y la inactividad que los paraliza en casa dé un giro radical.

Las sesiones buscan dar «fortaleza mental» y herramientas para que los chavales que se quedaron en la cuneta del sistema tomen ahora unas decisiones correctas para enderezar su vida, en lo personal, social y laboral.

El programa piloto, financiado por la Unión Europea, alcanzará a 19 poblaciones valencianas en esta primera fase, con 230 chavales en grupos pequeños. Y ya ha empezado en Chiva. A los jóvenes, con la ayuda de los ayuntamientos, se los va a buscar. A veces, la pesca es de forma literal: al parque en el que matan las horas, a la casa en la que juegan a la play o manosean el móvil sin nada más que hacer que ir quemando las horas. Tras esa captación, empiezan las sesiones que buscan transformar a estos chicos en el alambre.

La gente a la que nunca se oye

En la clase del Espai Jove de Chiva, Alberto, el coach, da la medida de los tópicos y etiquetas que persiguen a estos chavales. «Me dijeron que venía con un grupo que me iba a pinchar las ruedas del coche, ¡y ya ves!».

Pues sí: hay que ver, y escucharles para reírse del tópico. Como a Andrés Serrano. Es un chaval muy majo e interesante. Su vocabulario no es normal. Está leyendo un libro de Eduardo Punset y enseguida te enseña uno de los raps que compone y en el que, como francotirador social, dispara a todo lo que se mueve y aplasta las oportunidades de una generación. «Solo seréis muchos más con el alma descarriada. / Acabaréis en el infierno con la cabeza cortada / por la diosa fortuna a quien tenéis tan adulada. / Que asco me dan, en serio me dan arcadas, / ganando dinero a costa de familias destrozadas. / Tras cada embargo brindan con las copas bien alzadas».

En el año de la separación de sus padres, Andrés repitió tercero de ESO. Luego, en primero de bachiller, rompió una relación sentimental con alguien que estaba en la misma aula. Eso lo hizo todo imposible: se le quitaron las ganas de pisar la clase y dejó de ir al instituto. Así se vio sin apenas formación ni capacidad laboral.

Algo parecido a Andrea Boix, de 18 años. Acabó la ESO y, tras empezar un ciclo medio de Auxiliar de Enfermería, se salió en el segundo trimestre. Lleva un año en casa. «Se hace largo todos los días. Y sé que no me puedo quedar todo el día en casa. La cabeza da demasiadas vueltas», dice.

Este proyecto es interesante por su intención de resetear la actitud, a veces también la mente, de algunos de estos chavales. «Entrenarlos para la vida», ya sea gestionar mejor su tiempo, sus gastos o mejorar su autoestima, como explica el departamento técnico del IVAJ que ha organizado el programa.

Para conseguirlo, también realizarán muchas visitas a empresas de distintas familias profesionales. Así buscan propiciar que los chavales puedan sentirse impelidos a emprender un itinerario formativo. También harán convivencias grupales con una dinámica motivacional que explotan los coaches.

Es curioso lo que dice Juanjo Valencia, de 20 años. Con pendiente en el lóbulo izquierdo y pelo como esculpido a trépano, Juanjo dice que la tele siempre habla de las mentes privilegiadas que no encuentran trabajo en España y tienen que marcharse al extranjero, pero poco se habla del pozo negro que engulle a los jóvenes en su situación, que se sacó el graduado por la Escuela de Adultos. «Hablar de nosotros no interesa», resalta.

En el aula, los chavales siguen la dinámica planteada por el coach: qué se llevan a una isla desierta, qué hacen allí. Se trata de hacer piña, de que crean en ellos. A la salida del centro, una pintada asoma en la pared: «La primera tarea de la educación es agitar la vida, pero dejarla libre para que se desarrolle».