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Centro de acogida en Mislata

Del infierno al limbo del refugio

El Centro de Acogida a Refugiados (CAR) de Mislata atiende a los solicitantes de asilo durante un año - Cuatro familias, entre ellas la de Osman, explican cómo es su nueva vida tras viajar del infierno a València en apenas unas horas

Aprenden el idioma con rapidez. No paran quietos. Ríen a carcajadas. Les brillan los ojos. No porque asomen las lágrimas. Les brillan los ojos de pura felicidad. Al verlos jugar en la explanada del Centro de Acogida de Refugiados (CAR) de Mislata puede parecer que ellos, al ser niños, superan con mayor rapidez el drama que han vivido, el calvario que duró meses o años hasta que llegaron a su nuevo hogar, un oasis en el que solo podrán estar un tiempo determinado. Sin embargo, todo refugiado, niño, adulto o anciano, guarda en su corazón un drama que solo él conoce. Los niños parecen recuperados. Ni un atisbo de tristeza. Sin embargo, por las noches lloran. Las pesadillas no les dejan descansar. La de Monir se repite todas las noches. Agua, frío, un barco. Oscuridad, miedo. Al pequeño lo rescataron del mar helado. Una mano salvadora lo volvió a subir a la barcaza. Y cada noche recuerda la angustia que debió pasar. Por el día ríe. Por la noche regresan los fantasmas.

Si hablamos de Monir, niño afgano de 9 años, nadie recuerda quién es. Si hablamos de su hermano Osman, niño de 7 años con parálisis cerebral, la memoria se reactiva. La historia de esta familia tuvo un espacio relevante en los medios de comunicación durante días. Fueron los primeros refugiados que llegaron a la Comunitat Valenciana en el programa por el que España debe reubicar a 17.337 refugiados. De momento solo han llegado 1.141. Ayer arribaron otros siete a Castelló procedentes de Grecia. La familia de Osman, sin embargo, llegó por vía urgente, gracias al apoyo y trabajo de la ONG Bomberos en Acción que al conocer el caso de esta familia, hacinada en el campo de refugiados de Idomeni, no cejó en su empeño de sacarlos de allí hasta que lo consiguió. Las condiciones en las que vivían eran lamentables para cualquiera y peligrosas para un niño de 7 años con parálisis cerebral que no paraba de perder peso. Llegaron hace nueve meses (el 10 de mayo de 2016), coparon portadas, contaron su historia y no pararon de dar las gracias. Meses después mantienen el agradecimiento y la sonrisa.

La barrera del idioma

La familia de Osman vive desde su llegada en el CAR de Mislata. Sus padres, Ata Mohammad y Palwasha, acuden a diario a clases de español, como el resto de sus vecinos del centro. Es la primera barrera que hay que superar, y no es fácil. Los niños son otra cosa, ellos son esponjas. Ata combina las clases de español con un curso de tapicería para coches. Ese es el futuro que busca, ese es su plan A. Todos los refugiados que ocupan el CAR de Mislata, una especie de ONU invisible, llegan derivados de la Oficina de Asilo y Refugio del Ministerio del Interior. Automáticamente se convierten en solicitantes de asilo y reciben la denominada «tarjeta roja», un documento que les permite funcionar y trabajar hasta que se resuelva su expediente, un proceso que puede tardar entre 12 y 18 meses. Junto a la «tarjeta roja» reciben la tarjeta sanitaria (SIP) y la escolarización de los niños. A partir de ahí el tiempo empieza a contar.

El Gobierno da cobertura a los solicitantes de asilo durante un año en una primera fase (en el caso de jóvenes sanos sin carga familiar, el plazo es de 6 meses). Luego dependerán de entidades que trabajan en «programas para la vida autónoma». Un año más con comida y un techo asegurado. En familias vulnerables el proceso se puede alargar, pero en ningún caso eternizarse en el tiempo. Cuando finalice el plazo se abrirá el precipicio.

Ata es constante. Necesita dominar el español y aprender un oficio que le permita mantener a su familia cuando la ayuda acabe. Y ese día llegará. La primera fase concluirá para su familia dentro de tres meses. «Iremos donde encuentre trabajo. En la ciudad que sea, no me importa. Jamás será peor de lo vivido. En Afganistán los talibanes lo controlan todo. Deciden quién va al colegio, quién alquila sus casa, quién vive y quién muere», explica Ata. Mira el móvil. «¿Ves? Otro atentado en Kabul, 40 muertos. Mi familia está en Kandahar. Allí hay mucho peligro, muchos problemas», afirma un hombre valiente, que no dudó en caminar durante tres meses y 23 días con su hijo Osman en brazos para sacarle de ese infierno. Para darle a él y a sus hermanos la oportunidad de crecer sin muerte alrededor.

Cuidados médicos

Si al drama de ser refugiado, de tener que exiliarte de tu país a la fuerza, de alejarte de la familia, de dejarlo todo para empezar de cero, se suma, además, un problema grave de salud, la vulnerabilidad se dispara. Y el caso de Osman no es una excepción el CAR de Mislata. Levante-EMV entrevista a tres familias más con discapacidades entre sus miembros. Físicas o intelectuales. De nacimiento o sobrevenidas. Igual da. Para todos ellos, llegar a València ha supuesto un antes y un después porque cuando se precisan cuidados médicos las prioridades cambian y el futuro se complica.

La pequeña Anastasia Dorenska tiene 3 años y su madre, Angelika, consiguió el diagnóstico de lo que le pasaba a su hija en València, en el Hospital Universitaria La Fe. En Ucrania la ignoraban. Nadie sabía lo que le pasaba a una pequeña que nació sana y que, al año y medio, empezó a perder facultades hasta quedarse como está: sin apenas moverse, sentada en un carrito. Le diagnosticaron una enfermedad (Lipofuccinosis neuronal ceroidea) que precisa cuidados de por vida. En Ucrania se vive una crisis humanitaria olvidada. 9.400 personas han muerto. La gente con enfermedades crónicas apenas recibe asistencia. Dos millones de ucranianos se han marchado, entre ellos, la familia de Anastasia.

En Pakistán los cristianos están perseguidos. Son los últimos en la escala social. Trabajan en régimen de semiesclavitud y si a eso se le suma la obligación de mantener a una familia de siete miembros con uno de los cinco hijos con discapacidad intelectual, hay que salir huyendo. Eso hizo la familia Liaquat Tanveer, que el próximo 16 de febrero debe salir del CAR. El tiempo se acaba.

Mohamed Marawi es sirio y tiene 25 años. Su pierna quedó destrozada en el mismo bombardeo en el que perdió la mano. Huyó. Y así, con un remiendo provisional llegó al CAR de Mislata tras más de seis meses viviendo en un campo de refugiados en Grecia. Ahora está en manos del doctor Cavadas, con el que espera recuperar una movilidad que le permita trabajar. Mohamed transmite tristeza. Está solo, como tantos otros. Pero está vivo. Y ahí sí, esboza media sonrisa. Pero solo media.

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