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Acogida

Las 970 vías de escape a los centros de menores

Las familias acogedoras, escasas ante la demanda de 3.805 niños en situación de desamparo, reivindican su función como hogar seguro para los menores tutelados en plena ola de escándalos

La familia de Natalia y Javi, con sus dos hijos biológicos sentados, y de pie la niña que tenían en acogida y han adoptado y su actual niño en acogida. fernando bustamante

El niño contaba que venía de vivir en la habitación de un castillo. Era muy pequeño y no sabía que, en realidad, llevaba desde su nacimiento y hasta los tres años en la celda de una prisión junto a su madre encarcelada. Inocente entre rejas. Así llegó a la casa de Natalia y Javi, una familia acogedora de menores tutelados por la Administración. «No sabía lo que era un baño sin compartir. Pensaba que el comedor era la habitación y teníamos que dormir en el sofá. No sabía qué era una cocina. Me llamaba paya y odiaba a las mujeres por el recuerdo de la prisión», cuenta Natalia. Fue difícil la integración fuera del «castillo». Comía con las manos, echaba a correr nada más pisar la calle, no tenía ni normas ni pautas de conducta. Pero en dos meses el niño cambió por completo.

Solo es uno de los 26 menores que han pasado por esta casa. Y ha habido casos trágicos. Como el bebé maltratado que llegó con los dos pies quemados y la clavícula rota y Natalia se encargó de llevarlo a las curas de La Fe. Como el recién nacido que llegó con el cráneo abierto y un coágulo estancado en su cerebro: su padre lo lanzaba contra el suelo. «Muchos llegan con esas mochilas. Pero ellos no tienen culpa de nada. Y ayudarles tiene su recompensa: todos me quieren y yo quiero a todos», cuenta Natalia.

Ella no va precisamente descargada: tiene dos hijos biológicos de 16 y 14 años, una niña adoptada de seis años que llegó a su casa con necesidades especiales al poco de nacer, y un niño de dos años bajo acogimiento familiar. Y un marido que muchas veces no puede despedir a los niños de acogida cuando tienen que marcharse. Los lloros y la pena son descomunales. Pero sabe que dar acogida es su misión.

Familias como esta son las que evitan que un menor en situación de desamparo acabe en un centro de menores. Son el aliviadero de la Administración. Las que proporcionan un cálido hogar, en vez de un centro institucionalizado, a los menores. Es la solución más buscada por la Generalitat. De los 3.805 menores de edad declarados por un juez en situación de desamparo, hay 1.157 que viven en centros de protección de menores y otros 2.648 que están viviendo en acogimiento familiar: ya sea en las familias extensas (tíos o abuelos de los menores) o en las casas de familias acogedoras como las de Natalia y Javi.

En este momento hay 970 familias acogedoras en la Comunitat Valenciana. Insuficientes para todos los menores en desamparo. Niños y adolescentes abandonados por sus familias o arrancados de sus padres biológicos por orden de un juez debido a su incapacidad para criarlos. Menores con los padres en prisión o en un hogar completamente desestructurado. O que son víctimas de violencia paterna. O que llegan a España como inmigrantes no acompañados (los llamados «mena»).

Hay mil caminos para caer en el desamparo y ninguno es agradable. Pero hay más de mil niños que no encuentran una solución familiar. Y que están condenados a residir en los centros de acogida de menores, que en los últimos quince días se han visto en el ojo del huracán. Denuncias de malos tratos (duchas frías, comida escasa y caducada) y de abusos sexuales en el centro de Segorbe, ya vaciado de menores por orden urgente de la Generalitat y con el caso en manos de un juez. Denuncias de prostitución de menores (con dos detenidos y el caso en el juzgado) cometida en el entorno del centro de recepción de Monteolivete, con fecha de cierre por el deterioro de unas instalaciones inhabitables. El exdirector del centro de menores de Buñol está denunciado por malos tratos. Todo un sistema de protección ha sido puesto en tela de juicio y han saltado las alarmas por cómo están los menores más desamparados, aquellos que debían estar a cargo de la Administración para estar protegidos.

La Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas subraya que quiere priorizar el acogimiento familiar y lanzó hace cinco meses el programa «Millor en família» para captar familias voluntarias. María José sonríe. Ella también es familia acogedora. Tiene tres hijos biológicos (uno de 12 y dos mellizos de 8) y mantiene en acogida de urgencia a una niña que llegó con 14 días y ahora tiene siete meses, a un niño de dos años y medio, y a una chica de 17 años a la que acoge en los fines de semana y las vacaciones. Habla con pasión de la acogida. Pero sonríe. Sonríe porque la Generalitat les adeuda dos mensualidades: abril y mayo. «Estamos otra vez igual. Siempre mendigando lo que es de nuestros niños. Deberían facilitarnos la vida, pero no es así», lamenta.

Nadie lo hace por dinero. ¿Quién está dispuesto a ello por 360 euros al mes por cada niño acogido? Por la casa de María José han pasado trece menores en acogimiento. «Es duro, pero no puedo tirar la toalla. Si yo no lucho por ellos, ¿quién lo va a hacer? Pero estamos siempre luchando. Porque tenemos que estar, nos guste o no. Yo no quiero que pasen ni un solo día en un centro. Pienso que podrían ser mis hijos. Y me gustaría que alguna familia los cuidara», sostiene. Y enseguida se pregunta cómo puede suceder todo lo que ha aflorado en las dos últimas semanas. «¿Cómo, con lo que ya les toca sufrir, se enfrentan a estas situaciones? ¿Qué clase de personas pueden ser mañana estos niños?», interroga al aire.

«Es bonito. Es duro»

Impacta cuando las familias de acogida describen detalles nimios que no tienen cabida ni en estadísticas ni en notas de prensa. Cuando un menor abre y cierra sin parar la navera de casa: le sorprende tanto la abundancia de comida como la libertad de movimientos. Cuando levantan y bajan las persianas de forma repetida. No están acostumbrados a poder decidir. Natalia no engaña. Dice, seguidas, dos palabras que tal vez condensen su experiencia. «Es bonito. Es duro». Duro como cuando llegó aquel niño que ella, de forma cariñosa, compara con Mowgli, el niño de la selva. Quitaba los bocadillos y los juguetes a los niños, llevaba pañal con dos años y medio, apenas hablaba, tuvo que ir al psiquiatra. Ahora, tras pasar por su casa en un acogimiento de urgencia, el niño está con una familia en acogimiento permanente. Ha evitado el centro de menores.

«Niño que tenga que ir a un centro, ya evitaré yo que vaya. En el centro no pueden tener lo mismo que con una familia. Un niño no solo es comer y dormir. Yo me he ido de vacaciones y me los he llevado. Yo soy fallera y los he vestido de falleros. Llega Reyes y me los llevo a la cabalgata. Los centros deben existir porque hay muchos niños tutelados. Pero no pueden ser como una familia. Por eso más familias deberían probar. Hacen falta», reivindica.

Contaba la parte dura. También la parte bonita. Con gafas azules y mirada lista, por su salón se mueve la niña de seis años que llegó a su casa como un acogimiento de urgencia más. Bueno, un acogimiento especial. A la pequeña (a la que su madre biológica renunció nada más nacer) le diagnosticaron una enfermedad: agenesia del cuerpo calloso. Así constaba en su informe, que auguraba que la niña no iba a andar ni iba a comer por sí sola.

El acogimiento en casa de Natalia y Javi era temporal, hasta encontrarle una salida. La conselleria la sacó en adopción. La niña pasó por seis consejos de adopción. Ninguna familia la quiso con su perfil. La Administración advirtió a Natalia y Javi: se le iba a buscar un centro de menores a la pequeña. Y la respuesta de la familia, repetida hoy por Natalia, estremece. Fue la siguiente: «Si la nena no sale de esta casa con unos padres, sus padres ya los tiene aquí». Y así fue. Ha sido adoptada y lleva los apellidos de ambos. La enfermedad la ha dejado atrás: le han quitado la minusvalía, la niña corre, va en bici y se prepara para entrar a primero de Primaria. Con unos padres que la llevarán al colegio y la devolverán a un hogar: el mejor castillo.

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