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Cooperantes

"En un conflicto armado ves lo peor de las personas, pero también lo mejor"

Tres cooperantes valencianos de Médicos sin Fronteras cuentan cómo se ha agravado la falta de medios y ayudas en los países en guerra

Mila Font, Andrea Blas y Luisa Suárez, cooperantes de MSF en zonas de conflicto. germán caballero

Los conflictos internacionales se cronifican, la brecha entre las necesidades humanas y la ayuda que finalmente llega se abre a pasos agigantados hasta caer en las decenas de rutas migratorias con las que se cerró 2017. Mientras, quienes ayudan han acabado por convertirse en una de las principales armas de guerra y blanco de las agresiones. Decenas de hospitales de Médicos Sin Fronteras (MSF) quedaron destruidos el año pasado por bombardeos y ataques aéreos mientras el personal sanitario sufría agresiones y atentados.

Sin embargo, el parte de investigaciones por encontrar a los culpables sigue limpio. «La ayuda humanitaria ha perdido su independencia. Las reglas de la guerra cada vez se respetan menos y no hay nadie que pida explicaciones», lamenta Mila Font, delegada de MSF en València.

En Siria, las matronas pasan consulta en su propia casa. Las clínicas móviles se multiplican y el personal médico traslada los quirófanos al sótano de su hogar para evitar complicaciones en operaciones donde un ligero movimiento o temblor, fruto de un bombardeo aéreo, podría significar la pérdida de una vida, explica Omar Ahmed, coordinador de logística de MSF.

Andrea Blas, médica de MSF, vivió la inseguridad de quien deja todo por curar las heridas de personas que padecen el desamparo institucional. Sus pies pusieron rumbo a Bambari, un poblado al sur de República Centroafricana (RCA), a principios de año para tratar la malaria en los cientos de poblados del país. Andrea había vuelto a València en septiembre y ahora reflexiona acerca de lo que vivió: «He estado en Chad y en RCA, pero en el primero nunca llegué a sentir la tensión constante que experimenté en mi último viaje a RCA».

Y es que hasta once campos de refugiados rodean actualmente el centro de salud de Bambari. Personas de grupos exSéléka y Antibalaka no tienen más remedio que acudir al mismo centro para tratar su enfermedad. Así, la tensión se acumula como un polvorín. «Todos los que trabajábamos en el centro conocíamos el protocolo de seguridad en caso de que los nervios estallasen», relata Blas.

Situaciones como esta no derivan precisamente en relaciones de confianza. «En una ocasión echamos cloro en el pozo de una aldea para potabilizar el agua, pero los vecinos se enfadaron porque creían que lo que habíamos tirado en su agua era en realidad veneno», cuenta Blas.

De igual modo lo relata Luisa Suárez. La experiencia que atesora con su actuación en Congo, Zimbaue, Haití, RCA, Turquía, Zambia o Guinea Bissau le respalda.

Así, ambas aseguran que la desinformación en zonas rurales es la primera barrera para que acepten una vacuna para la malaria o un tratamiento retroviral. En muchas zonas son necesarios equipos de promoción de salud formados por nativos del lugar que conozcan sus problemas y su cultura, que sean capaces de transmitir confianza y cercanía a su población.

En otras ocasiones, las mujeres de otros poblados cercanos crean grupos de apoyo para informar en los asentamientos las nuevas técnicas de curación.

«Una mujer que aguanta el peso de un hogar con una decena de niños no entiende la necesidad de perder veinte minutos diarios para recorrer un escabroso camino que les lleve al centro de salud», explica Suárez.

Sin embargo, es esencial una actuación sanitaria ante la enfermedad de «delgadez» (así llaman al VIH en Congo debido a la extrema reducción de peso del enfermo antes de fallecer) que sufren miles de personas en Chad o RCA y que supone el estigma y el rechazo de quien lo sufre.

En especial, las mujeres. Son expulsadas del hogar y, en el caso de estar embarazadas, se les acusa de ser las culpables de enfermar a su hijo, aunque, en ocasiones, «es el padre el primer portador del virus», explica Luisa.

Ante situaciones como estas, las que habían sido siempre la primera arma de guerra se unen. Mila Font narra con ternura su experiencia en Ruanda tras el genocidio de 1994. «Las mujeres quedaron viudas. Sus maridos y sus hijos fueron asesinados. Así, comenzaron a organizarse en asociaciones para pedir justicia y reparación», cuenta Font mientras recuerda, más de veinte años después, el nombre de la mujer que lideró el movimiento: Alphonsin. «En un conflicto es inevitable ver lo peor de la condición humana, pero a veces también se puede ver lo mejor».

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