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Caso Gürtel

Un territorio de sobrecostes

Vicente Monzonís, presidente de la patronal de construcción de Castelló de 1997 a 2005, ha explicado que las comisiones para el poder se disparaban cuando había sobrecostes - El exceso sobre el presupuesto inicial de las obras ha sido norma

Alfonso Rus, Gerado Camps, Francisco Camps, Rita Barberá y Santiago Calatrava. FERNANDO BUSTAMANTE

La «napolitización» de los contratos con las administraciones públicas la acuñó el pasado jueves Vicente Monzonís, presidente de la patronal de la Construcción de Castelló entre 1997 y 2005, los años en los que Carlos Fabra, al frente de la Diputación Provincial de Castelló, y Eduardo Zaplana, que dejó la presidencia de la Generalitat Valenciana en julio de 2002 para cargar la cartera de ministro de Trabajo, hacían y deshacían a su antojo y al socaire del denominado poder valenciano. Ricardo Costa, de Castelló, de los Costa de toda la vida, ya se había quitado un peso de encima cuando el miércoles pasado le contó al juez de la Audiencia Nacional y a todo el que quiso oírle que, según su versión y presuntamente, las inmensas pantallas de plasma que acompañaban los actos electorales de Francisco Camps se pagaban con dinero negro. Un día después, Monzonís, explicó que la práctica habitual a la hora de optar a obras públicas en Castelló o la Comunitat Valenciana suponía asumir una

Fueran a dónde fueran a parar las comisiones sobre los modificados, lo cierto es que se acometieron obras, muchas obras, muy millonarias y, siempre, o casi siempre de edificación. No se extendió asfalto. No se revisaron balizas de freno a lo largo de vías ferréas. Se levantaron edificios. Muchos. Y caros.

El primer gran proyecto en que se embarcó el PP cuando Eduardo Zaplana relevó al socialista Joan Lerma en junio de 1995 fue la Ciutat de les Arts i les Ciències (Cacsa). Los populares identificaron al presidente socialista con François Miterrand, que acaba de estrenar una pirámide de cristal frente al museo del Louvre, y le acusaron sin cuento de jugar a dilapidar los dineros públicos. Amagaron, incluso, con liquidar el proyecto.

Pero cuando los propietarios de los terrenos en torno a la Ciutat de les Arts le hicieron saber al nuevo Consell popular que todo estaba pactado, que ellos estaban dispuestos a levantar la Avenida de Francia y extender València hasta el mar siempre que la Generalitat aportara un argumento que elevara el valor del suelo, Zaplana descubrió el poder valenciano. Y apostó. «Que se note», fue la orden que recibieron sus consellers. Y se notó. Los valencianos lo notarán durante años, décadas.

La que iba a ser Ciutat de les Cièncias se transformó en Ciutat de les Arts y les Ciències porque, tumbada la Torre de Comunicaciones y desestimado por pobre el surtidor que ofreció José Luis Olivas para reemplazarla, se añadió al proyecto original un Palau de les Arts de dimensión internacional.

El complejo que iba a costar la friolera de 308 millones de euros se disparó hasta 1.282 millones de euros, siempre según datos de la Sindicatura de Comptes. Un modificado de 974 millones.

Pero ni frío ni calor. La cantera de Serra Gelada, a espaldas de Benidorm, fue tocada por el poder autonómico para convertirse en Terra Mítica. Un proyecto que incorporó a todos los que merecían ser parte del denominado poder valenciano pero no tenían solares en torno al último tramo del antiguo cauce del Turia. Incluso a algunos que estaban en los dos sitios a la vez. El gran parque temático cuyo coste original se estimó en 281 millones de euros se disparó hasta 377. Exigió implicar a las dos grandes cajas de ahorros de València y Alicante en virtud de una ley pionera en el Estado y se liquidó, finalmente, por 65 millones de euros. Un negocio ¿redondo o circular?

Alicante no tenía Palau de les Arts, como València, pero iba a acoger cualquier rodaje de cierto nivel. La Ciudad de la Luz se iba a convertir en última línea de los títulos de crédito de cualquier película y que iba a costar 101 millones de euros. El coste final fue de 274 millones de euros, más del 170% de lo previsto.

Casi como el aeropuerto internacional de Castelló que iba a justificar el surgimiento de Marina d'Or, uno de los mayores fiascos urbanísticos de la era dorada del ladrillo. El aeropuerto no iba a costar nada, iba a ser un manantial de prosperidad en sí mismo. Finalmente se presupuestó en 81 millones de euros porque el Ministerio de Fomento no podía aceptar aeropistas caídas del cielo. Pero su coste se disparó hasta los 195 millones, un sobrecoste de 114 millones de euros, más de un 140% sobre el presupuesto original.

Fomento no intervino en el circuito urbano de Fórmula 1 en torno a la dársena interior del Puerto de Valencia. Otra obra concebida para ganar, ganar, que costó 98 millones de euros. O la Ciudad de la Justicia, que iba a costar 82 millones y acabó con un pico de otros 32,8 hasta sumar un total de 114,8. Y el nuevo Hospital de La Fe, necesario sin duda, que se presupuestó en 216 y costó finalmente 260.

La ampliación de la Feria de València, ese muestrario internacional que estimó su ampliación en 540 millones de euros, pero se disparó hasta 587.

Y las obras para adaptar la dársena del puerto a la Copa del América, para levantar el edificio de Veles i Vents, obras que acumularon 30 millones de sobrecoste. Un larguísimo tercio de sobrecostes.

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