Aunque València parezca tierra hostil para el pensamiento más complejo, teniendo fama esta tierra de agrarista, festiva y sensual, lo bien cierto es que no faltan las figuras de profunda hondura humanística. Una de esas personalidades de talla indiscutible, un pensador soberbio y riguroso, habitante de la sabiduría, era Jacobo Muñoz Veiga, quien la madrugada pasada fallecía en su domicilio de Madrid, en la vigilia del sueño, cerca de cumplir en marzo los 78 años, doliente de achaques físicos pero en estado de lucidez permanente. Hace apenas tres semanas que publicamos su última colaboración en el suplemento cultural de este periódico, Posdata, dedicada al filósofo de la Historia, Manuel Cruz.

Jacobo Muñoz, al igual que el resto de sus cuatro hermanos más pequeños -Mª Teresa, Cristina, el exdecano de los ingenieros industriales Miguel o el editor Gustau-, estudió en el Colegio Alemán de València, en el moderno edificio de Jaume Roig, para proseguir la carrera de Filosofía y Letras en la Universitat de València y culminar la carrera en la Central de Barcelona con Emilio Lledó, quien no solo le dirigirá su tesis sobre Ludwig Wittgenstein sino que lo convertirá en su ayudante. Antes de su etapa barcelonesa, Jacobo Muñoz, con apenas 20 años, a comienzos de la década de los 60, fundará con su padre -también Jacobo-, la librería Lauria, la primera que trajo a la ciudad libros prohibidos de literatura y pensamiento, una época en la que también estuvo tentado por la poesía, creando la revista La caña gris, la primera que publicó en España un original de Luis Cernuda tras la guerra. Esa querencia literaria la mantendrá siempre, frecuentando la amistad de grandes escritores como Vicente Aleixandre, Juan Gil-Albert o Francisco Brines.

Ya en la animada Barcelona del tardofranquismo, Jacobo Muñoz se convirtió en una figura renovadora del panorama filosófico español, al que irá contribuyendo con sus traducciones del alemán -de Marx, de los pensadores de la Escuela de Frankfurt, de Heidegger o de novelistas como Musil, Mann o Goethe-, hasta crear con su colega Manuel Sacristán la revista Materiales, una publicación que a mediados de los 70 iba a difundir en nuestro país la producción de los grandes intelectuales del estructuralismo y el postmarxismo. En esta etapa fue director editorial, también, de Grijalbo.

Tras ganar por oposición una plaza de titular en la Universidad Complutense de Madrid en 1979, se trasladó a la capital del país, donde desarrollaría una reconocida labor docente. No mucho más tarde, en 1983, ganó la cátedra de Metafísica y ocupó el despacho que había sido de José Luis López Aranguren. En Madrid se dedicó, entre otras actividades, a impartir clases de Filosofía en el Instituto de España, donde tuvo como interesada alumna a la Reina emérita, doña Sofía, y en los últimos años vio emerger de entre sus aulas a los más jóvenes y conspicuos intelectuales que dieron lugar al movimiento política de Podemos.

Precisamente el análisis de dicho episodio político de la izquierda atrajo sobremanera su atención, facilitando muchas de las colaboraciones que propuso a Posdata, donde colaboró desde el primer día de la nueva etapa del suplemento. Conocedor en profundidad de la obra de los pensadores más avanzados del marxismo, de Gramsci a Lukács, Marcuse o Toni Negri, el agudo olfato intelectual de Jacobo Muñoz le llevó en estos últimos años a cuestionar seriamente el proyecto de la Modernidad y los inmensos errores políticos de las corrientes utópicas. No obstante su pesimismo, mantenía una actitud epicúrea ante la vida, una irónica serenidad donde convivían por igual el escepticismo con el compromiso de lo posible y un gran sentido del humor basado en el conocimiento de las miserias humanas.

En 2014 recibió el homenaje de la Complutense, a la que donó su biblioteca, más de 8.000 volúmenes, fruto de treinta años de trabajo: «no es de aluvión, sino muy meditada», explicó entonces, cuando recordó que los estudiantes tienen dos grandes lugares para el aprendizaje, el aula y el libro. Una donación que él consideraba como «una restitución», el camino de vuelta de la obra de su vida a la universidad.

Deja viuda a Isabel Martínez-Mora, con la que acudía puntual todos los veranos a la casa familiar de Biar, así como dos hijas -la abogada Chavela y la periodista Inés-, así como tres nietos. Tal como era su deseo, será incinerado y sus cenizas serán esparcidas por las montañas de Bronchales, el lugar de los sueños de su infancia, adonde, finalmente, ha querido regresar. Le debemos la memoria de sus conversaciones aceradas y sus rigurosos textos.