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La caída del campeón

El halo de corrupción marcó la carrera del primer "molt honorable" del PP, aunque no le salpicó judicialmente. Hasta ayer. Sus orígenes en política estuvieron marcados por el caso Naseiro y ya en el Consell por casos como el del IVEX.

La caída del campeón

La noticia de la detención de Eduardo Zaplana entierra de forma definitiva el universo simbólico de éxitos que el PP construyó a lo largo de sus veinte años de gobierno en la Comunitat. Zaplana (Cartagena, 1956) no es uno más del nutrido listado de dirigentes populares que ha quedado atrapado en la maraña de corrupción y que día sí día no acaparan titulares de periódico. Él es caza mayor. El number one, el campeón, según se refería a él de forma cariñosa Julio Iglesias, a quien fichó en 1997 para que fuera embajador de la C. Valenciana.

Aquel contrato, con pagos en b de más de 3,7 millones, fue uno de los muchos asuntos turbios que acompañaron su etapa en la Generalitat (1995-2002), años en los que el halo de la sospecha acompañó a su gestión, pero que nunca le salpicaron para comprometerlo judicialmente o segar su carrera.

Los orígenes de Zaplana en política estuvieron marcados por el caso Naseiro (erróneamente se le atribuyó a él la frase de que estaba en política para enriquecerse) y la moción de censura en Benidorm, con la tránsfuga Maruja Sánchez, que le dio la alcaldía de la ciudad en 1991 y el trampolín a la Generalitat. Ya una vez como jefe del Gobierno valenciano, los casos Terra Mítica o IVEX fueron algunos de los asuntos oscuros que emborronaron su carrera política, pero sin perjudicarle en su promoción.

Zaplana era Dios. Nada, ni en el partido, ni en la Generalitat (incluso en la sociedad), se movía sin que el cartagenero lo supiera o lo controlara. Lo decidía todo y generó en torno suyo un ejército de inquebrantables lealtades. Su forma de entender la política puso a la C. Valenciana en el mapa y convirtió al PP en una marca de éxito, una máquina de ganar votos y adhesiones. Fue la suya una política de proyectos a lo grande que de alguna manera prosiguió su sucesor Francisco Camps, a quien Zaplana eligió y que con el tiempo acabaría convirtiéndose en su principal enemigo político.

Durante su mandato, Zaplana ejerció un férreo control no sólo del partido, sino de todo lo que ocurría dentro en València. Procedente de la UCD, Zaplana se situó ideológicamente en el ala liberal, lo que le distanció del sector cristiano y la derecha más acérrima, pero le hizo ampliar su campo de votos al centro. Con ayuda de Rafael Blasco, hoy en prisión, y a quien Zaplana sacó del ostracismo tras el caso Calp, logró fagocitar a su socio de Gobierno, UV, y hacer del voto regionalista un voto cautivo.

Con Zaplana el PP valenciano vivió sin duda sus mejores momentos desde el punto de vista electoral y de su proyección al exterior. El expresidente acuñó aquella expresión del poder valenciano en Madrid y suyas fueron campañas que buscaban aumentar la autoestima.

«Lo mejor está por venir», solía decir. Pero Zaplana siempre quiso volar alto y su paso por la Generalitat fue el trampolín para dar el salto a Madrid como ministro de Aznar. Antes de irse, en 2002, como ministro de Trabajo, entregó las llaves del Palau a Camps, a quien eligió por ser el conseller más leal y solícito.

La guerra con Camps

Sin embargo, ni su legado ni sus fieles quedaron a salvo con el sucesor designado. Camps llegó al Palau y empezó un proceso de distanciamiento con su mentor que acabó en una de las batallas internas más duras que se recuerdan en un partido.

La suerte política de Zaplana en Madrid siguió a la de Aznar y su decisión de apoyar la guerra contra Irak. Tras los atentados del 11M (ejerció de portavoz) y la pérdida de las elecciones en 2011, se retiró a los cuarteles de Telefónica. Durante mucho tiempo, Zaplana no tuvo otro remedio que limitar su presencia en la Comunitat, pero no perdió ocasión de criticar a Camps.

La enfermedad que padece le ha mantenido alejado de la escena. Aunque fuera de la primera línea, mantenía hilo directo con ministros de Rajoy, y su conocimiento de lo que se cocía en Madrid era elevado. Cuando parecía que su imagen se reconstruía, su nombre volvió a quedar comprometido por sus tratos con Ignacio González en la operación Lezo y con la Púnica. Su arresto rompe con la inmunidad que hasta ahora lo había acompañado.

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