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la ciudad de las damas

tenue olor a podrido

Algunos pensaban que hasta aquí no llegaría la epidemia. Que Xàtiva era una especie de aldea gala, donde sus gobernantes y su máxima institución eran inmunes a la tentación. Si la corrupción fuera como algunos están empeñados en creer y hacer creer, un problema de personas, a modo de garbanzos negros metidos en el potaje de la política, sería creíble que pudiera haber islotes de honradez libres de corrupción. Pero si se percibe la corrupción como una gigantesca telaraña sustentada en un sistema que la alimenta, la fomenta y la protege, no había duda de que tarde o temprano, en Xàtiva, capital de la Costera, provincia de Valencia, también se abriría la herida y se detectaría la infección.

Han sido muchos años de proclamaciones de inocencia, de golpes en el pecho, de desafíos personales que sin embargo no aplacaban las sospechas existentes, no demasiado infundadas, a la vista de lo que hoy ocupa las planas de la prensa local. La confirmación de que también en esta ciudad funcionaba esa viscosa red de favores, llena de inmoralidad y convencida de su impunidad era un titular anunciado en razón a la abundancia de casos en el entorno y a un sencillo efecto de contagio, que, sin embargo, no acababa de debutar con toda su terrible mezquindad. Sería idiota alegrarse pero sí que resulta un alivio acabar con una larga etapa en la que se percibían señales y se intuía la catástrofe pero sin que se produjera la definitiva confirmación del mal.

Ladrones. Sin ninguna intención de justificar lo que no tiene ninguna justificación, es un ejercicio interesante intentar explicar los mecanismos por lo que este país ha alcanzado tal consenso al dudar de la honestidad de los políticos aunque se equivoque al generalizar de forma irracional. Según este psicoanálisis de pacotilla, debe llegar un momento en que quienes roban, es decir, los ladrones, que ya está bien de eufemismos y paños calientes, adquieren el convencimiento de que lo que hacen es correcto o por lo menos permisible, o en todo caso, justificable. Sobre todo porque nadie se describe a sí mismo, aún en la más completa intimidad, como delincuente público y defraudador de ilusiones ciudadanas.

Así que, cuando se miran al espejo, deben argüir que la universalidad de la estafa perpetrada los obliga a participar del banquete para no pasar por tontos o peor aún, por disidentes al mismo tiempo que una autoestima crecida hasta límites insospechados, rozando la soberbia paranoica, justifica autorecompensas generosas fundamentadas en su valía personal, su capacidad de sacrificio, su amor al pueblo, y su inestimable dedicación. Hay sin embargo, una tercera razón para meter la mano en la caja, que es la garantía de impunidad. Cuando no existen mecanismos de fiscalización y control que detecten y penalicen al maleante y ser electo implica privilegios, entre ellos el del blindaje a la hora de rendir cuentas como cualquier hijo de vecino, la resistencia a las tentaciones se debilita porque el miedo al correctivo es sin duda un eficaz elemento disuasorio. Por eso la corrupción no es tanto un problema de personas, que ya sería mala suerte la concentración de corruptos por metro cuadrado que asola al PP, como del sistema, que no establece garantías suficientes. Contra la corrupción hay una evidente receta con dos ingredientes fundamentales. Castigo al culpable, sin cortarles la mano, y devolución de lo robado.

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