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historias del moncho

ntre los plácidos plátanos centenarios que alumbran de umbría con dadivosidad única La Alameda, las gentes se asientan bajo el ala de las sombrillas, cerveza en mano y tapas típicas. El propietario actual, José Antonio Roca, muestra una foto de 1908, se ven tres jóvenes; son hijas del antiguo propietario, una es Teresita, falta un hermano, Moncho. Jose, familiar, rápido y cortés, capea entre las familias que como la mía o la de los Del Busto, Maribel y el dueño del Lince, acuden a ensamblar fuentes de charlas y guisos. Durante un tiempo, dice, el Moncho, fue conocido como "Bar el Republicano". En esta época venía y se reunía gente afín de todo tipo. Mientras Marisol, su preciosa mujer, invita al sosiego. Ramón acoge desde sus ojos negros en el traqueteo de las mesas. Eduardo voltea, con su pequeño Iker, hijo de padre peruano y madre rumana. Sigue un relato de después de la guerra del padre de Rafaela a su hija. El Moncho se llamaba San Sebastián de los Pobres porque cuando hacía calor, la gente de dinero se iba a San Sebastián, a la fresca, y aquí venían los locales, corría el aire y la gente venía a refrescar. Rafaela es una mujer cercana a los 80, alta, de fuertes ojos expresivos, espíritu joven, impulsiva, entera, le gusta la verdad y lo que es, con el mundo a cuestas, sita en los pisos de San Félix, junto a Las Santas. Entre los años 40 y 50, el Kiosko del Moncho se retiró atrás, por ensanche de La Alameda. A cambio al propietario se le cedió la parte de atrás. El diseño a cargo de F. García González contemplaba un Moncho de mayores dimensiones con sabor a buque de gran eslora, con balcones, sobre los que disfrutar el paisaje y los jardines proyectados de Selgas, entonces campos de naranjos. El presupuesto no llegó. Tras la guerra, la gente de dinero se colocaba en la parte de atrás, diferenciándose del resto. Después de la dictadura, pasó de bar republicano a bar del "régimen". Un retrato de Franco y José Antonio presiden el kiosko en otra fotografía. Después será bar típico y popular, lugar de encuentro, donde la leche de Pepe el Vaquero era removida durante todo el día y congelada con sal en heladeras manuales como leche merengada. Un habitual, Salva González, hombre de poco beber, mayoral de los corrales, y quien colocaba las divisas a los toros, regaló al Moncho, por el talante público y afectuoso que allí se respiraba, una caja de las mismas. Las hacía él, incluido el hierro y la púa, a mano. También cuenta que Pepe, el carnisser del Matadero Municipal, hombre bajo, fuerte ancho, gente sana, generoso y afable, fiel al Moncho; regaló su propio garrote del Valencia, emblema incluido. Mientras recuerda a cincuenta personas hablando de toros discutiendo o mirando el discute, que al día siguiente dialogaba lo mismo, preguntando unos por otros.

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