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minima moralia

grafiti en el bellveret

Nadie se alarme. No es que hayamos amanecido con una nueva pintada en las murallas del castillo de Xàtiva. Aunque estas líneas pretenden conducirnos a un hecho equiparable en el que pocos reparan. El tiempo de la escultura antropomorfa y laudatoria, dispuesta en calles y plazas, pasó como pasa? el tiempo. La que dedicó Luis Gilabert al Espanyoleto en la ciudad natal de éste, pervive en un recoleto y decimonónico jardín como excepción que confirma la regla mientras el loado duerme el sueño de los justos. Por lo demás, la escultura en espacios urbanos hace décadas ya fue cuestionada, dada su difícil convivencia con señales de tráfico y semáforos, paneles publicitarios, anuncios luminosos, mobiliario urbano, vehículos y edificaciones.

El concepto de "escultura pública" —o "arte público"— vino, entre otras cosas, a repensar sus emplazamientos, la adecuación a un entorno de relevancia, que la realce y posibilite buena perspectiva desde diversos ángulos. Contrariamente, en los años del boom inmobiliario y del pelotazo urbanístico, el afán extractivo y hortera halló un nuevo nicho en esos "no-lugares" por excelencia que son las rotondas. Se colocaron muchísimas de ellas para soportar por igual viejos olivos trasplantados, maquinaria de obra pública jubilada o —y es lo importante— esculturas de muy distintas calidades. Éstas, jugando a ser no más que elemento de confusión, ya que, pese a su centralidad, no conceden el tiempo de circunvalación requerido para la observación. «Porque si ponen una piedra en el lugar equivocado,/ vemos, al mirarla,/ el lugar verdadero», nos dice un poema de Bertolt Brecht. Es decir, cumplen igual función que un grafiti en la pared.

En el caso de un cuadro, si no me gusta, si me arrepiento, siempre lo puedo descolgar y esconder bajo la cama. Pero una escultura —casi como una edificación; ahí también el ovni tauromáquico setabense—, ocupará la visión y el espacio público durante generaciones.

Citemos dos ejemplos logrados, sobradamente conocidos, de gran escala y cuyo autor es Eduardo Chillida. Peine del viento, compuesto por tres esculturas de acero cor-ten incrustadas en las rocas, fue instalado en 1976 al final de la playa de Ondarreta, el extremo sur de la bahía donostiarra, en un espacio arquitectónico creado ad hoc por Luis Peña Ganchegui. Y el Elogio del horizonte, en el Cerro de Santa Catalina, en Gijón, construido in situ en 1990 enteramente en hormigón armado. Ambas conceden el tiempo para la observación y la circunvalación, y no sólo, sino que con su presencia cada una crea un lugar al que da sentido. Crea un espacio público y cívico.

Desgraciadamente, la contraparte la encontramos muy cerca. Manolo Boix, quien fue Premio Nacional de Artes Plásticas en 1980 —en la primera edición del mismo—, una década después ideó unas obras dedicadas a la pelota valenciana: una escultura en bronce de esa serie, conocida como El Pilotari, fue colocada en el mirador del Bellveret, en Xàtiva. Lugar oportuno, destacado donde los haya, cuyo entorno es despejado, y bien visible casi desde cualquier lugar del municipio. Pero a escasos metros de la pieza, alguien no lo pensó dos veces antes de colocar dos torretas metálicas que sostienen un grueso cableado eléctrico, creando un amasijo visual inevitable desde cualquier perspectiva y distancia. Es el grafiti en la Costa del Castell y una flagrante desconsideración para la obra de Boix.

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