a relajación del verano permite la reflexión sobre asuntos cotidianos que no suelen merecer nuestra atención. Por ejemplo esos inventos que en apariencia fueron diseñados para nuestra comodidad pero que en realidad son trampas mortales que amenazan seriamente nuestra autoestima y dignidad. Véase el empaquetado de determinados productos de alimentación. Su precinto parece diseñado para disuadir de su consumo al más hambriento, porque aunque aparezca la palabra "abrir" no hay quien pueda estirar esa puñetera pestañita y acceder a ese jamón serrano, ideal para acompañar el buen vino que afortunadamente se ha dejado descorchar sin tanta resistencia. Ese paquete que sin duda ofrece todas las garantías sanitarias habidas y por haber, precisa para su apertura de una técnica sofisticadísima que no está al alcance de todos. Es también comprometido y capaz de causar graves heridas en el amor propio de personas inseguras el cierre de seguridad que llevan algunos productos de limpieza. Su finalidad es loable y evidente: impedir que criaturas desdentadas pero de gran movilidad pongan en peligro su integridad física. Pero la forma de evitarlo es diseñar cierres que requieren una coordinación psicomotriz digna de un atleta especializado en barra fija. Hay en concreto algunos detergentes que se presentan en baulitos de alegres colores que contienen una especie de atractivos globitos cuya ingestión no es en absoluto recomendable. Como medida de seguridad para abrirlo, hay que presionar dos resortes laterales al mismo tiempo que se levanta en dirección opuesta una pestaña central. Hacerlo requiere siete manos, veinticinco dedos o la acción conjunta de dos personas bien avenidas y coordinadas con la dotación habitual en materia de extremidades. El último invento, capaz de acabar con la autoestima de cualquiera es ese mecanismo que pretende ahorrar energía en los baños públicos. Parece ser que enciende la luz al detectar movimiento, durante un período de tiempo fijado según el libre y no contrastado criterio de alguna mano negra invisible muy rápida en sus funciones vitales. Por eso, normalmente, la luz se apaga cuando todavía se necesita claridad para encontrar la puerta. O en el peor de los casos cuando la movilidad está comprometida, lo que obliga a contorsiones antinaturales y movimientos espasmódicos para que el maldito mecanismo se ponga en marcha y se haga la luz. Hace falta mucho amor propio y escaso sentido del ridículo para recuperarse de experiencia tan humillante. Pero sobrevivimos. Siempre.