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Biblioteca de familias

LA BOTICA CENTRAL Y LOS DINAMIZADOS ARTIGUES

Corría el mes de abril de 1888, cuando Luis Artigues de Soler Pascual refundaba la Botica Central como jarabería y laboratorio farmacológico, tras retirarse su padre Serapio del negocio. Quedaba así configurado el aspecto que conserva la farmacia del carrer Noguera, recientemente abierta al público como oficina para canalizar subvenciones destinadas a mejorar el casco viejo setabense. Podía haber completado la oferta cultural del núcleo antiguo como museo etnográfico emulador del trabajo de las antiguas boticas, verdaderos centros de investigación y experimentación, y no como ahora, donde las farmacias se limitan solamente a vender y distribuir medicamentos bajo estrecha supervisión de la Seguridad Social.

La intensa actividad científica de Luis Artigues se demuestra con la gran cantidad de botes cerámicos que alberga la botica, unos 119 según informaba recientemente el periodista Sergio Gómez, y que han sido restaurados junto a las vitrinas de época que los resguardan, para poder ser contemplados mientras el setabense de hoy realiza tareas burocráticas. Ayer fueron todo el almacén que resguardaba la inmensidad de emplastos, pastillas, píldoras, ungüentos o jarabes que elaboraba Artigues, o que importaba de otros laboratorios. Luis fue precursor de numerosas medicinas de difusión local a los que acompañaba de un marketing publicitario intenso para atraer nueva clientela, y no vivir sólo del prestigio heredado de sus antecesores, de su abuelos Manuel y Mariano, y de su padre Serapio, al que el historiador de la medicina Antonio López atribuye el origen de la farmacia, aprovechando su condición de profesores y boticarios de la cercana farmacia del hospital. Por los servicios prestados, la reina Isabel II concedió a Serapio el prestigioso título de caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén.

Gran investigador. Para no ser menos que sus ancestros, Luis modernizó las prestaciones la Botica Central vendiendo dos creaciones propias: los dinamizados y el pectoral-analéptico, marca Artigues, y lanzaba el órdago a los señores médicos para que lo ensayasen en sus pacientes, a los que les suministraría un frasco gratuito de prueba. Y curiosamente cosechó buenas críticas, y muchos facultativos escribían artículos de opinión a los medios locales para avalar la eficacia de sus remedios. Sus dinamizados, algo así como suplementos vitamínicos para hacer frente a enfermedades carenciales, mejoraban los tradicionales preparados de aceite de hígado de bacalao, de horrendo sabor. Así, además de ser más gratos al paladar, sentaban mejor al estómago y permitían combatir el raquitismo, las escrófulas —hoy paperas—, la inapetencia, la debilidad nerviosa y todos aquellos males causados por el empobrecimiento de la sangre, más debida en nuestra opinión a una crónica subalimentación que a otra cosa. Además, ofrecía a su clientela otros medicamentos no elaborados en su rebotica, pero siempre de eficacia acreditada. Del colega Wilson ofertaba los emplastos antihistéricos, ideales para tratar todas las enfermedades derivadas de los nervios, como el histerismo y las palpitaciones, que hoy podríamos traducir como el estrés y la ansiedad derivados en nuestra opinión de no poder llegar a fin de mes. Los problemas económicos de las familias generaban histeria en la mujer, y alcoholismo en el hombre, como ya denunciaran los médicos de familia de la época, que recetaban los emplastes para las mujeres, y las animaban a que se hiciesen con polvos antiborrachera, para erradicar en sus esposos la afición a la bebida; aunque no localizamos por el momento que la farmacia Artigues despachara tan portentoso remedio, introducido en la capital de la Costera por los Domènech a principios de siglo.

Del doctor Sap vendía píldoras para aliviar las afecciones del estómago, entiéndase como purgantes; o pastillas para hacer frente a la dispepsia, o los trastornos digestivos causantes de pesadez, ardor y flatulencia así como otros comprimidos especializados en atajar toses y ronqueras. Si el mal afectaba al riñón o al hígado, se podía uno comprar los emplastos vigorizantes del licenciado Tamas, y por último, para no cansar al lector, ante la inmensidad de remedios ofertados por la que fuera la botica más puntera y de mayor tradición en el panorama farmacéutico local, vendía el ungüento Borico, ideal para curar heridas, llagas, quemaduras, úlceras crónicas, cortes o sarpudillos. Así la Botica Artigues consolidó la sólida tradición farmacéutica de Xàtiva durante dos centurias. Luego les siguieron los Soler, Cucala, Domènech, Codina, Casesnoves, y tantos otros, hasta llegar hasta nuestros días. Pero la verdad es que hubiéramos preferido la creación en ésta de un museo etnográfico dedicado a reconstruir cómo trabajaban aquellos boticarios capaces de ser científicos, artesanos, publicistas y vendedores, todo ello con la finalidad de erradicar enfermedades y epidemias, lo que les llevaba a ser auténticas instituciones entre la población de Xàtiva.

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