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Sin Perdón

Si su hija saliera en los papeles porque un malnacido la asesinó a cualquiera le herviría la sangre y sentiría una pena tan grande como su deseo de haber hecho lo posible para evitar su muerte.

Si un hombre le quitara la vida a su hermana, a su madre o a su amiga, habría muchas preguntas que hacer, la mayoría de las cuales no tendrían respuesta. Pero sobre todo se preguntaría sobre los porqués, sobre las razones por las que, a pesar de los avisos o de la ausencia de ellos, nadie vio nada, ni dijo nada, ni siquiera usted que tanto la quería. Si se mira a la cara a las criaturas que han quedado huérfanas, casi 200 en los últimos cinco años por culpa de la violencia machista, el corazón se encoge y se dispara la rabia pensando que han sido tragedias anunciadas que no se supieron evitar.

La violencia machista no es una canción de moda. Ni siquiera es una canción. Es un responso que se canta a las mujeres cuando se las mata por el hecho de serlo. Cuyas causas se siembran desde la niñez, con estereotipos y prejuicios en apariencia inofensivos. Que se cultivan en la adolescencia cuando se asfixia a las jóvenes con corsés estéticos y sólo se les proponen a ellos modelos masculinos duros e insensibles. Se instala en la madurez, cuando se asume tranquilamente que las mujeres están hechas de otra pasta. Una pasta diferente y de menor calidad, que les asigna menos derechos y les arrebata el privilegio básico de elegir la vida que quieren vivir. Y aunque muy pocos defiendan a gritos la íntima creencia de que las mujeres sean seres de inferior categoría, necesitados de tutela, susceptibles de control y carentes de poder, lo cierto es que muchos comportamientos responden de hecho a esa idea. Véase algunos juicios y comentarios en relación al proceso de Pamplona contra esos cinco individuos que armados de drogas y de malas intenciones fueron de caza hace tres años convencidos de su derecho a agredir a la mujer que eligieran.

La violencia machista se produce porque es necesaria. Sirve para mantener e imponer ese asimétrico status de las mujeres. Es cierto que hay más, muchas más personas que la rechazan frente a quienes la ejercen. Pero a éstas las ayuda un cierto sentimiento de resignación e impotencia, a veces hasta de incredulidad, que impide compartir la urgencia de protegerlas para que sobrevivan. Y en ese limbo de apatía e indolencia, los agresores se enrocan en sus miserables razones y sienten impunes para lastimar a las mujeres.

Por eso, la actuación contundente y explícita de toda la sociedad es imprescindible para desmontar los barrotes que encarcelan a las mujeres y las dejan a merced de sus verdugos. Si las mujeres acaban en ese encierro vital es porque nadie les abrió los ojos, les hizo ver las señales y las advirtió del triste final anunciado de esa relación. Si no huyen, es porque tienen miedo, se sienten solas y a veces tienen criaturas a las que no abandonarían nunca. Un apoyo simbólico no es garantía de que superar el miedo no tendrá un precio demasiado alto. Si acaban muertas es porque no son suficientes los procedimientos y mecanismos que deberían garantizar su supervivencia. Y ese error, es una tragedia social que no debería tener perdón.

Si no hay perdón para los agresores, tampoco lo debería haber para las complicidades pasivas ni para un sistema que no remedia con diligencia sus carencias, porque por esos agujeros se escapa la vida de las mujeres.

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