Alfredo Brotons Muñoz

El trío para flauta, violonchelo y piano es una plantilla rara; precisamente por ello tanto más atractiva para los melómanos hartos de oír una y otra vez la misma música en los mismos instrumentos. Como es natural, no cuenta con un repertorio original abundante; contiene, en cambio, un buen puñado de obras muy valiosas y hasta alguna con justicia acreedora al título de magistrales. Y las transcripciones suelen funcionar muy bien. Si, además, se cuenta con intérpretes de primer nivel, miel sobre hojuelas. De todo esto hemos tenido muestras palmarias en la última convocatoria de la Filarmónica.

La flautista del Trío Prisma es la checa Clara Novakova, de timbre no muy carnoso pero sí bastante líquido y con mínimo vibrato, de manera que el esmalte no se ve oscurecido. El holandés Adrian van Dongen extrae de su violonchelo excelente sonido y holgura expresiva. El pianista inglés Tim Lissimore, finalmente, exhibió mecanismo pulcro y concepto serio.

La primera página a la que dieron vide fue el Trío nº 15, en sol mayor, compuesto por Haydn en 1790, el último año que pasó al servicio de los Esterházy. Seguramente la intención era de consuelo para su patrón el príncipe Nicolás, que acababa de quedar viudo y ese mismo año fallecería él mismo. La flauta y el violonchelo asumen papeles subordinados, la primera añadiendo respuestas a la mano derecha del teclado, el segundo reforzando la línea grave. Sin ser triste, en esta versión la expresión se mantuvo adecuadamente en un humor serio y por momentos (así en la sección central, en menor, del final), abierto al sentimiento trágico.

El Opus 63 de Weber, que Novakova tiene por cierto grabado (formando en el Trío Salomé para el sello BNL, es el gran hito del romanticismo en el género. Compuesto en 1819, es contemporáneo por tanto de El cazador furtivo, lo cual se nota en la gran riqueza temática que aquí y allá evoca esa ópera y otras posteriores (La novia vendida, de Smetana, por ejemplo), dentro de unas formas mantenidas en la más estricta ortodoxia clásica. El fantasmagórico episodio que abre y cierra el primer movimiento dio un tono que no se abandonó ni en el contrastante Scherzo ni en su nebuloso Trío (de nuevo en menor), no por supuesto en el Lamento del pastor, ni siquiera en un final de accelerandi sincronizados a la perfección.

Vibrante aunque sin exageraciones sonó por último el Opus 49 de Mendelsson (1839), con flauta en lugar del violín. En algún punto del Andante el empaste se antojó extraño y aun cacofónico, pero fue impresión muy efímera y desde luego con creces compensada por un Scherzo liviano como Puck y un final de índole walpurgiana.