El cierre de los cines de reestreno, tema del lunes pasado en esta columna, puede jugar en nuestro universo temporal un papel similar al de la muerte por los que hemos sentido una determinada admiración. La primera defunción que me hizo mella fue la de Pío Baroja, cuando comencé 5º de bachillerato. Había empezado a leer sus novelas el curso anterior y me tenía enganchado. Quizá fue mi primer maestro literario. No creo que los Salgari, Verne, Daudet o Scott, mis primeros autores, influyeran demasiado en lo que terminó siendo pasión por la escritura.

Desde entonces, octubre del 56, no han cesado de marcharse personajes que he admirado. La semana pasada se fueron Toni Curtis y José Ángel Ezcurra. Ambos, cada uno a su modo, fueron personajes influyentes para mi. El actor norteamericano formaba parte del elenco cinematográfico que conformaba el mundo adolescente de mi generación. Aquel mundo de las salas de reestreno, podría decirse. Que recuerde, la primera película que vi del Curtis fue El gran Houdini, en el Colón, de la calle Carniceros. Una década después ya me permitía visitar salas de estreno y fue en el Capitol —si mal no recuerdo— donde asistí al estreno de Con faldas y a lo loco, de Billy Wilder.

Al trabajar en la radio, alguien me habló de un periodista valenciano llamado Ezcurra, que había trabajado en Radio Mediterráneo. Pronto me enteré que pertenecía a una familia periodística: su padre fue presidente de la Asociación de la Prensa Valenciana y su hermano, Luis, estuvo muchos años en TVE, en donde llegó a ser subdirector, y luego formó parte del equipo que inició Antena 3. José Ángel Ezcurra ha pasado a la Hisrtoria del Periodismo, sobre todo por haber refundado —lo había fundado su padre— la revista Triunfo, cuyo papel en la comunicación de los años 60-70 fue de gran importancia; por eso, quizá, fue sancionada en varias ocasiones por el Ministerio de Información y Turismo.

Miguel Ríos, cuya entrevista con J. R. Seguí apareció ayer en estas mismas páginas, ha anunciado que deja las giras. Es otra forma de marcharse. A Miguel le conocí en Madrid, hacia 1970, cuando ya había cosechado su primer éxito. En ocasiones visitaba la redacción de El Gran Musical, en la Gran Vía, y me preguntaba por autores literarios. Lo recuerdo con un libro brazo el brazo. Quería leer, necesitaba leer y buscaba consejo. Tenía conciencia de que le faltaba una base intelectual. Su entusiasmo era enorme y creo que su voluntad también. Por eso siempre pensé que llegaría lejos. Y lejos es llegar a los 66 años y estar todavía considerado como un referente.

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