El protagonista de uno de los relatos de Los pobres desgraciados hijos de perra (Tusquets), el regreso de Carlos Marzal a la narrativa siete años después, debuta en la literatura con "un himno a la adolescencia, un libro que aspiraba a concentrar el aroma a galán de noche y la sensación de llevar el bañador mojado". Así de juguetón y metaliterario Marzal (Valencia, 1961) ofrece la descripción de su propio libro. "Un canto a la adolescencia y a la juventud desordenada", afirma el autor, a través de las historias de un verano sin fecha (entre los setenta y los primeros ochenta) en las colinas de Porta Coeli, pespunteadas por otros relatos en los que el poder de la palabra, la enfermedad y el deporte tienen un peso dominante.

"El deporte me interesa casi por encima de todas las cosas. No soy un escritor que hace deporte, sino un deportista aficionado que con el paso del tiempo ha leído libros y ha escrito algunos", explica a Levante-EMV Marzal, ex alumno de los dominicos de Valencia, donde había dos religiones: la propiamente dicha, cuenta, y el ejercicio físico. "Creo en la ética y estética del deporte. Me parece una escuela de vida tan importante como la de la cultura".Afirmación redundante, se autopuntualiza, "porque el deporte me parece alta cultura".

En la estética del enfermo no cree, pero le ha tocado pasar por esta "cita obligada" de todo hombre que representa una "encarnación de la fatalidad y la adversidad". De ahí su trascendencia

Marzal, colaborador de Levante-EMV, tampoco confía en los cánones literarios ni en los juicios generales sobre el estado de la poesía o la novela. Eso de ponerse la mitra de pope literario y proclamar lo que se debe hacer y lo que no se puede "en el fondo son tonterías". "No hay que dar recetas, sino crear grandes obras; o buenas al menos. Es la mejor norma". Esa es su prescripción.

Carlos Marzal, al que la poesía ha dado un nombre en la literatura, también bromea a través de uno de sus personajes sobre la "ordinariez" de los que se quedan en escritores, "consuelo" de quienes hubieran querido ser poetas. No es que él, Marzal, se haya aburguesado, responde, sino que le interesan "todos los géneros, la riqueza total de la escritura".

¿Y los versos? "La poesía -dice al modo del buen maestro Francisco Brines- viene cuando quiere y cuando ella misma se quiere escribir en nosotros, a pesar de que hace falta trabajarla mucho". Y que te pille sobre el papel.

"Ni querría ni he sabido vivir en torres de marfil", añade, pero no las demoniza cual poeta callejero. Es más, Juan Ramón Jiménez, "el poeta que más me interesa del siglo XX y gran padre de la literatura lírica española ha pasado por ser un poeta de ese estilo y es el más grande".

Calles y paisajes valencianos recorren Los pobres desgraciados hijos de perra -título homenaje a Faulkner-, porque el entorno propio "es el que uno mejor conoce". Además, "Valencia me parece tan literaria y cinematográfica como cualquier otra ciudad. No hay paisaje mejor que otro, sino más talento en el escritor o en el director de cine", sentencia.

Con un poco de suerte se titula el primer relato del volumen., porque "todos tenemos la sospecha de que podríamos haber sido otros, con otro camino y un poco de fortuna. Sospecho -vislumbra el escritor- que lo que rige nuestro mundo es la pura casualidad y con ese poco más o menos podríamos ser gente distinta".

Uno de los personajes del libro es un dinamitador de los minimalismos, pero Marzal toma distancia: "En ocasiones menos es más, pero no siempre; en otras más es más y menos es menos. En literatura soy más partidario de la cantidad que de la absoluta supresión: las escuelas del silencio y la esencialidad me interesan menos".

Homenaje a Scott Fitzgerald

Marzal, apasionado lector de los autores de la generación perdida, "de ese tipo de narrador desencantado que también escribe, borrachín, fascinado por el mundo del lujo", realiza también un homenaje a Scott Fitzgerald en el relato Una fórmula mágica, con el trasfondo del advenimiento de la Fórmula 1 en Valencia. "Es también un homenaje crítico a la ciudad y a la escritura del periodismo", matiza.

Oro y roña se yuxtaponen en los relatos, igual que el lenguaje de domingo y el de días laborables.Así es el mundo, dice: una mezcla de lo excelso y lo roñoso, y la mejor metáfora de ello es Nápoles por "esa mezcla de suciedad y arte supremo".

Ojo, la primera persona domina en el libro, pero el escritor previene que es engañosa, que no es autobiográfico al 100%. A la manera de Flaubert y su "Yo soy Madame Bovary", el poeta proclama: "Yo soy todo lo que aparece en el libro, como en cualquier otro. Uno es la propia escritura".