Confesaba el anciano Arturo Rubinstein su predilección creciente por Schubert, y tanto más intensa aquélla cuanto más cercano éste a su prematuro, trágico fallecimiento. A sus sesenta y nueve años de edad, Daniel Barenboim ha demostrado fehacientemente en el Palau hallarse en el pleno dominio de sus conceptos y medios para afrontar ese Schubert postrero con plenas garantías técnicas e interpretativas. Sencillamente, no cabe imaginar versiones más sinceras y serias de las Sonatas D. 894 y D. 958.

Con sonido siempre bello, hasta los más mínimos detalles y matices, así como todos los remates de frase se sintieron trabajados y pulidos hasta el punto de que nada se opuso a la admiración por igual fascinada por estas obras maestras y por su traductor sonoro. La combinación de tensión dramática y claridad luminosa elevaron desde el primer momento el discurso a una incandescencia que se mantuvo constante hasta el final.

Cuando aquí y allá asomó una sonrisa de bonhomía, así en el dulce el trío que contrasta con la recia danza campesina del Minueto en la Sonata en sol mayor, va acompañada de lágrimas veladas y la tentación de la nada: la eternidad al piano. Pero antes, en el primer movimiento de esa misma partitura, asistimos a la originalidad de no suavizar sino, por el contrario, afilar las aristas de una música llena de ellas, donde las frases se yuxtaponen muchas veces sin una conexión interna perceptible en la superficie.

La Sonata en do menor sólo supo a menos de lo esperado por la supresión de la reexposición del Allegro inicial y de un buen pedazo del conclusivo. Por lo demás, Barenboim tomó la tarea donde la había dejado para seguir creando un convincente mundo schubertiano, muy consciente de los límites estilísticos pero al que nada faltó ni de grandeza ni de poesía. En el Adagio volvió a asombrar la solución con que se dio coherencia a otro puñado de secciones disparejas. Y en la recortada tarantella, el tono con que se nos llevó en línea recta a través de un laberinto de luces cambiantes.

Dos momentos musicales prolongaron el entusiasmo del público que llenaba a rebosar la Iturbi.