A Els Joglars le ocurre como a las películas de Woody Allen, hasta la obra menos lograda mantiene unas constantes vitales. Es el caso de este trabajo cuyo juego surge a raíz de haber cumplido la compañía los 50 años, y, sin embargo, celebrar los 75. Parece que a Albert Boadella le gusta adelantarse a los acontecimientos. Ya se autodenominó bufón, para avanzarse a quienes quisieran tratarlo con ese calificativo, y ahora prefiere exponer la vejez, antes de esperar a las declaraciones al respecto. De ahí la idea de imaginar un posible final de partida, sin perder la compostura, el humor ni el sarcasmo. Imaginarse un ocaso de la compañía interpretado por los mismos actores. Para reírse de sí mismos y así tener la venia de reírse de otros. Un ocaso que acontece en un futurible geriátrico, donde los actores tendrán la última oportunidad de subir a un escenario, cuando ya ha fallecido su director, quien antes de palmarla quiso que le hicieran diplomático. Ridiculizándose como viejos, llenos de achaques y melindrosos, los intérpretes se aplican la eutanasia con el patrocinio de una entidad bancaria, y acaban la vida teatral con las botas puestas, como enfermos imaginarios, como Molière.

El problema del montaje es que el conjunto no es tan resolutivo e hilvanado como en otras ocasiones, más allá de la ingeniosa idea. Ahí están las primeras escenas de teatro dentro del teatro, o la de los progres, en la que está mejor la forma (cine mudo) que el fondo. Siempre me ha pareció divertida la crítica a los progres, pero en esta ocasión la parodia es bastante tópica, y más cuando hay tantas cosas que parodiar, como ese neoliberalismo que nos invade, y que, desgraciadamente, está olvidado en los presumibles últimos dardos boadellianos. Aún así, por lo dicho, estamos ante una técnica atada y bien atada. Y, como siempre, sobresale la impecable interpretación de los actores (Ramon Fontserè, Pilar SáenzÉ). No faltan algunos buenos gags, y resaltan escenas como la de los medicamentos, la del bar, y, sobre todo, la bella y delirante final, patética y tierna, incluido el sueño de Claudia Cardinale y el baile de los vestidos. Un final digno de un creador único, grande y libre. Todo lo contrario que un diplomático.