Amada enemiga mía:

Todos los reproches que pueda lanzarte los mereces en justicia, pues artera y sagazmente me has hurtado la paz, el blando sosiego en que vivía. A traición te llevaste mi razón y mi sentido, haciendo gala de las malas artes de tu hermosura. De un solo golpe destruiste mi sosiego la tarde que se cruzaron nuestras miradas, con el agravante de que yo no iba protegido con las armas capaces de librarme de tu hechizo.

Armas ofensivas, en cambio, llevabas tú en demasía, pues a la claridad de tus ojos había que añadir el sonido de tu voz, la sonrisa de tus labios, tan esquivos, el veneno que emanaba tu cuerpo al mover la cabellera con aquella gracia superlativa. Tantos y tan arteros eran, en suma, los medios de los que te valiste para sustraer mi razón y mi apetito, que te declaro culpable de todos estos daños y te requiero solemnemente a una Batalla a Ultranza con este mi Cartel de Desafío.

A ti, hermosa enemiga mía, te corresponde decidir con qué armas ofensivas y defensivas habremos de disputar la batalla, si bien te recuerdo que los Tratados de Caballería prohíben las armas que tengan virtud, beleño o maleficio capaces de hacer encantamientos, lo cual significa que deberías apagar tus ojos para que no me cautiven aviesamente a la primera acometida. Yo te propongo que las armas sean tu cuerpo contra mi cuerpo, libres de cualquier vestido, enagua, túnica, cendal o lienzo. Desataviados así para la batalla, aguardaré tus feroces ataques tendido sobre el lecho, el mejor palenque que quepa imaginar, el campo de batalla más hermoso. Y dejaré que me acometas una y mil veces, sin piedad, con las lanzas de tus uñas, con la espada de tus labios, con la daga de tu lengua, la coraza de tu piel contra la mía.

No es menester recordar que la batalla debe ser a ultranza, hasta derramar la última gota del deseo. No habrá juez que interrumpa el combate lanzando el bastón en medio de la liza. El honor de un caballero herido por tu hermosura no se lava con dos o tres carreras. Rodaremos por el palenque, arrastrando al otro en su caída y romperemos tantas lanzas, recibiremos tantas heridas de amor como nos sea posible. Ni el sol en su caída, ni el paso de las horas, ni el hambre ni la sed podrán detener este combate de amor a ultranza en el que se han de ver hechos de armas memorables, tu cuerpo contra el mío.

Al alba, ambos nos declararemos culpables, tú de haber utilizado tu hermosura para esclavizarme, yo de haberte amado hasta trastocar el día con la noche, de comer suspiros, beber lágrimas y cultivar nostalgia, de amasar quimeras, de repetir tu nombre por doquier, a modo de penitencia. Al estilo de aquellos caballeros que hacían voto de llevar una cadena al cuello, o una flecha atravesada en la pierna, o no calzar espuela, o no beber vino, o no mirar a dama extraña, yo hago promesa de no cejar en este empeño y enviarte cuantas cartas de desafío sean necesarias hasta llevarte de buen grado al campo de la liza. Amante desventurado, prisionero sin cadena, ermitaño de amor, yo seré tuyo, o no seré nada, y vagaré buscando la soledad de los desiertos, anhelando que te apiades de mí o me claves hasta la contera el arma fatal del olvido.

A esta batalla de amor te requiero, a ti, amada enemiga mía, la más bella, cruel y generosa de las mujeres. Y para testimonio de la verdad te transmito la presente carta de desafío, partida por A B C, firmada de mi propia mano y sellada con mis armas, en esta ciudad que se honra de haberte visto nacer, a XXVIII días del mes de marzo del año de la Natividad de Nuestro Señor Dos Mil XI.

Firmado: El Caballero

de la Peña Triste