Hay un vídeo en Youtube de 1962 en el que Maria Callas interpreta en el Covent Garden la Habanera de Carmen. Pasados unos minutos las imágenes muestran a un director en torno a los treinta y tantos años que dirige la orquesta sin apenas mover las manos, sólo con la mirada. Aquel joven, el director preferido de la diva, se llama Georges Prêtre. Y a sus 86 años no sólo mantiene levantada la batuta sino una vitalidad fuera de lo normal. Aún recuerda aquella tarde, e incluso el repertorio, y gesticula emocionado cuando le dicen que sólo Kleiber era capaz de hacer lo que él hacía.

Las Navidades pasadas Prêtre tomaba la batuta del Concierto de Año Nuevo. Era un hombre feliz, como se declara también ahora. Lo era entonces, cuenta, porque sabía que estaba haciendo feliz a más de mil millones de personas que por "dos horas habían dejado los problemas en el olvido" y, también, porque le permitían poder volver estar junto a una orquesta a la que ha estado vinculado 44 años, como era la Filarmónica de Viena, y sobre todo "sintiendo la grandeza de Strauss. Su música era mi regalo, suficiente", añade.

Prêtrer tiene una mirada penetrante, de esas que se clavan, y cuando habla coge de las manos como si quisiera transmitir su energía. Bromea sin parar, se ríe. Es también muy francés y habla sin esperar preguntas. Primero, de la calidad sonora de los auditorios españoles, frente a los franceses porque "allí decide el arquitecto y no el técnico acústico", después, de su trayectoria en la que nunca se ha marcado etapas sino "momentos positivos". "La música es el arte más competo y el más efímero", enfatiza. "Soy una persona muy ordenada. Mi mujer me cuida mucho-dice riendo y señalando su anillo- y dirijo menos para conservar las fuerzas porque la mente y el corazón caminan unidos", responde cuando se le felicita por su vitalidad.

Grande entre los grandes, Prêtre aún confiesa que todo se lo debe a su mujer o que él quería ser compositor. Ella era cantante de ópera y su padre dirigía el Teatro de Marsella. Fue allí como director y durante un año no paró: de Wagner a Puccini, de Bizet a Verdi o Strauss. "Todos", dice. "Aquello fue lo que me enseñó el oficio, quizá dirigía mal, pero dirigí mucho. Fui algo egoísta porque hice que ella abandonara su carrera para que yo pudiera llevar la mía. Para un joven ahora todo es mucho más difícil. No existe la posibilidad de ese recorrido", añade para decir que la música son atmósferas y para él interpretarla "un regalo".

No hay otro secreto, confiesa porque "el arte de dirigir no se aprende, es un don", pero las partituras sí, aunque en el tiempo se experimente una transformación frente a ellas. Pero la experiencia es buscar sensaciones y saber mucho. "Cuando yo estudiaba nos enseñaban la música de 300 años, pero también la vida de cada uno de los compositores y todas las Bellas Artes. Eso es un bagaje que hoy no se enseña pero que te acompaña toda la vida. Ahora falta enseñar cultura general en las escuelas. Dirigir no es leer sólo una partitura, aunque te ciñas a ella y seas respetuoso sino conocer también la vida de cada uno de los compositores porque sus vidas son la partitura. Es la única formar de entender el porqué de cada obra: porqué Stravinski escribía cosas alegres en momentos duros o Mahler lo más profundo y triste pero para expulsarlo de su interior. Todos los compositores me han interesado y sus vidas siempre han sido muy dramáticas y sin suerte. No conozco a ninguno que haya sido feliz. Hoy los directores son técnica, no intérpretes. Y un director es un jinete y una orquesta un pura sangre. Nunca sonará bien sino tiene un buen jockey", dice.

La diva y Karajan

Prêtre trabajó años al lado de la mayor diva de la ópera y hoy la recuerda como "una mujer triste" que teniéndolo todo y a todos sufría por amor. Y cuenta que cuando iban juntos en el yate de Onassis acompañados de políticos, el millonario, que sólo quería ser presidente de Grecia, sentía celos porque era a ella a la que hacían caso los invitados. Y que ella, mientras estaban de gira, siempre esperaba una llamada de él que no llegaba. "Su soledad no era el precio del éxito, sino la vida", termina recordando para añadir que nunca escribirá su biografía ni sus años con ella aunque se lo continúen pidiendo.

Para Prêtre todo artista es, "uno mismo, sin más", confiesa junto a pasiones como practicar judo o ser piloto privado. "¿Sabe?, hasta en eso nos picábamos Karajan y yo, en temas de barcos y aviones. No hablábamos de música. ¿Serio? No, era un perfeccionista, un genio que debía tenerlo todo organizado a la perfección. Juntos éramos como dos niños que se disputaban quién tenía más y mejor".

Ahora quiere que "su pequeño lago" de Toulouse lleve su nombre.